Opinión
Ángel Juárez Masares
Cuando de estilos literarios se trata, es muy frecuente
ver que muchos escritores –y un mayor número de críticos- hacen hincapié en “la economía de las palabras”.
Tales afirmaciones nos llevan hoy a reflexionar sobre esa
suerte de “certeza” y a plantear interrogantes en torno a la misma, pues, si la
literatura puede definirse como una de las bellas artes que emplea la palabra
como instrumento, hacer economía de la misma sería un contrasentido.
Dice Ortega y Gasset: “…en la novela nos interesa la
descripción, precisamente porque, en rigor, no nos interesa lo descrito.
Desatendemos a los objetos que nos ponen por delante para atender a la manera
como nos son presentados. Ni Sancho, ni el Cura, ni el Barbero, ni el caballero
del verde Gabán, ni madame Bovary, ni su marido, son interesantes por ellos
mismos y no daríamos dos reales por verlos. En cambio nos desprenderíamos de un
reino por verlos captados dentro de los dos libros famosos.”
Como forma de buscar develar las interrogantes en torno a
la conveniencia –o no- de la economía de las palabras, recordemos que en
Dostoiewsky, la acción presentada en sus libros, voluminosos por cierto, suele
ser brevísima, lo cual no obsta para que utilice muchas páginas para describir
un episodio de unas horas.
De esta observación puede deducirse que la intensidad no
se logra relatando múltiples sucesos, sino todo lo contrario: pocos y muy
detallados, y para tal fin son necesarias las palabras. ¿Elegidas y ubicadas
sabiamente?, si…pero puestas sobre el papel sin escatimarlas, y sobre todo con
mucha audacia.
Otro ejemplo de la excelencia en el derroche de la
palabra podemos encontrarlo en Gustavo Adolfo Bécquer, injustamente atrapado en
sus brillantes “rimas” que de alguna manera opacaron su prosa, tan llena de
poesía y musicalidad como sus versos.
“La muchachas del lugar hacía cerca de una hora que
estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado
en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez mas oscura, cuando
Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino
salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa…”
“Después que se fueron apagando poco a poco los rumores
del día y ya no se escuchaba el eco lejano de la voz de los labradores, que
vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que
arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de
las esquilillas del ganado y la voz de los pastores y el ladrido de los perros
que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del
toque de oraciones…”
Abrimos al azar nuestro amarillento ejemplar de “Don
Quijote de la Mancha” y leemos: “Media noche era por filo, poco mas o menos,
cuando don Quijote y Sancho dejaron el
monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en sosegado silencio, porque
todos sus vecinos dormían y reposaban a
pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que
quisiera Sancho que fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa
de su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladrido de perros que atronaban
los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando
rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces de diferentes
sonidos se aumentaban con el silencio de la noche…”
Escribe Umberto Eco en “El nombre de la Rosa”:…”junto al
salterio había un exquisito libro de horas, acabado evidentemente hacía poco,
de dimensiones tan pequeñas que hubiera podido caber en la palma de la mano.
Las letras eran reducidísimas y las miniaturas de los márgenes apenas podían
percibirse a simple vista; el ojo debía acercarse a ellas para descubrir toda
su belleza (uno se preguntaba con qué elemento sobrehumano las había pintado el
miniaturista para conseguir efectos de tal vivacidad en un espacio tan exiguo).
Los márgenes del libro estaban totalmente invadidos por figuras diminutas que
surgían, casi como desarrollos naturales, de las volutas en que acababa el
espléndido dibujo de las letras: sirenas marinas, ciervos espantados, quimeras,
torsos humanos sin brazos que surgían como lombrices del cuerpo mismo de los
versículos…”
Cientos, miles de páginas podrían completarse con
ejemplos tomados de los Maestros de la literatura universal, donde la palabra
escrita pone delante del lector imágenes tan fieles que ningún elemento
tecnológico puede superar, y sin duda tal asunto no se logra aferrándose a la
teoría que una pieza literaria “bien escrita” debe ser aquella que escatime
–precisamente- su materia prima.
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