sábado, 28 de junio de 2014

   Opinión

EN DEFENSA DE LA PALABRA ESCRITA




Ángel Juárez Masares 



Cuando de estilos literarios se trata, es muy frecuente ver que muchos escritores –y un mayor número de críticos- hacen  hincapié en “la economía de las palabras”.
Tales afirmaciones nos llevan hoy a reflexionar sobre esa suerte de “certeza” y a plantear interrogantes en torno a la misma, pues, si la literatura puede definirse como una de las bellas artes que emplea la palabra como instrumento, hacer economía de la misma sería un contrasentido.
Dice Ortega y Gasset: “…en la novela nos interesa la descripción, precisamente porque, en rigor, no nos interesa lo descrito. Desatendemos a los objetos que nos ponen por delante para atender a la manera como nos son presentados. Ni Sancho, ni el Cura, ni el Barbero, ni el caballero del verde Gabán, ni madame Bovary, ni su marido, son interesantes por ellos mismos y no daríamos dos reales por verlos. En cambio nos desprenderíamos de un reino por verlos captados dentro de los dos libros famosos.”
Como forma de buscar develar las interrogantes en torno a la conveniencia –o no- de la economía de las palabras, recordemos que en Dostoiewsky, la acción presentada en sus libros, voluminosos por cierto, suele ser brevísima, lo cual no obsta para que utilice muchas páginas para describir un episodio de unas horas.
De esta observación puede deducirse que la intensidad no se logra relatando múltiples sucesos, sino todo lo contrario: pocos y muy detallados, y para tal fin son necesarias las palabras. ¿Elegidas y ubicadas sabiamente?, si…pero puestas sobre el papel sin escatimarlas, y sobre todo con mucha audacia.
Otro ejemplo de la excelencia en el derroche de la palabra podemos encontrarlo en Gustavo Adolfo Bécquer, injustamente atrapado en sus brillantes “rimas” que de alguna manera opacaron su prosa, tan llena de poesía y musicalidad como sus versos.
“La muchachas del lugar hacía cerca de una hora que estaban de vuelta en sus casas. La última luz del crepúsculo se había apagado en el horizonte, y la noche comenzaba a cerrar de cada vez mas oscura, cuando Marta y Magdalena, esquivándose mutuamente y cada cual por diverso camino salieron del pueblo con dirección a la fuente misteriosa…”

“Después que se fueron apagando poco a poco los rumores del día y ya no se escuchaba el eco lejano de la voz de los labradores, que vuelven caballeros en sus yuntas cantando al compás del timón del arado que arrastran por la tierra; después que se dejó de percibir el monótono ruido de las esquilillas del ganado y la voz de los pastores y el ladrido de los perros que reúnen las reses, y sonó en la torre del lugar la postrera campanada del toque de oraciones…”
Abrimos al azar nuestro amarillento ejemplar de “Don Quijote de la Mancha” y leemos: “Media noche era por filo, poco mas o menos, cuando don Quijote y Sancho  dejaron el monte y entraron en el Toboso. Estaba el pueblo en sosegado silencio, porque todos sus vecinos dormían  y reposaban a pierna tendida, como suele decirse. Era la noche entreclara, puesto que quisiera Sancho que fuera del todo escura, por hallar en su escuridad disculpa de su sandez. No se oía en todo el lugar sino ladrido de perros que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho. De cuando en cuando rebuznaba un jumento, gruñían puercos, mayaban gatos, cuyas voces de diferentes sonidos se aumentaban con el silencio de la noche…”
Escribe Umberto Eco en “El nombre de la Rosa”:…”junto al salterio había un exquisito libro de horas, acabado evidentemente hacía poco, de dimensiones tan pequeñas que hubiera podido caber en la palma de la mano. Las letras eran reducidísimas y las miniaturas de los márgenes apenas podían percibirse a simple vista; el ojo debía acercarse a ellas para descubrir toda su belleza (uno se preguntaba con qué elemento sobrehumano las había pintado el miniaturista para conseguir efectos de tal vivacidad en un espacio tan exiguo). Los márgenes del libro estaban totalmente invadidos por figuras diminutas que surgían, casi como desarrollos naturales, de las volutas en que acababa el espléndido dibujo de las letras: sirenas marinas, ciervos espantados, quimeras, torsos humanos sin brazos que surgían como lombrices del cuerpo mismo de los versículos…”


Cientos, miles de páginas podrían completarse con ejemplos tomados de los Maestros de la literatura universal, donde la palabra escrita pone delante del lector imágenes tan fieles que ningún elemento tecnológico puede superar, y sin duda tal asunto no se logra aferrándose a la teoría que una pieza literaria “bien escrita” debe ser aquella que escatime –precisamente- su materia prima.

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