Milongueando en el Veintiuno
(Ensayo Sentimental)
Roberto Sari Torres
Hay rioplatenses que quieren parecerse a europeos y no son, sino nativos de esta Sudamérica variopinta y mestiza de las que todos se enamoran, fulminantemente, con sólo mirar el planisferio. Sí; de la que tienen por todos lados balcones al horizonte oceánico…como Montevideo que se asoma al río y no es sino una tacita de plata llena de agua dulce color león. A este escenario le es contiguo la verdosidad de un territorio rico en pan y nostalgias, pero sólo propiedad de algunos pocos en los dos países. A muchos este statu que les parece extraño e injusto, pero lo ven, pese a todo, como lugar propicio para romances raros o la coexistencia adúltera del amor y de un desengaño capaz de arrugar el corazón…Territorios urbanos, sobre todo multitudinarios y singularmente vitales y jóvenes para lo viejo que son otros lugares; llenos de proletarios, sabios o poetas, de Ghiggias o Schiaffinos, de rebeldes y suicidas en charcos de caña brava o vinos cachiporreros derramados sobre el mostrador de un viejo almacén y bar. Junto a ellos se puede pillar , dormitando todavía, a utopistas echados de cara sobre lagunitas de grappa en antiguos estaños bohemios o en mesas de boliche que, en algún lado todavía huelen al último café de la madrugada. Recuerdo en uno de cargado decorado rococó, a ella, recostada su mejilla en el vitral, melancólicamente saturada de ese perfume adolescente de los 17 años, llorando quedamente por aquél que faltó a la cita y en su cuerpo ardiente, pobrecita, un gran anhelo se frustró. Sabihondos y rebeldes ahora sitiados por “el paco” que es estigma de las calles “faloperas”, de la ciudad de vidrio y hormigón, o de cartón y “nailon” asegurados con maromas de hilo sisal. Piezas sin vista al mar, sino a patios de carritos requecheros en Barrio norte y dieciocho, en Pocitos o Recoleta, en Monserrat o Carrasco, o en cualquier otro lugar común de extremo bienestar en las capitales de las dos orillas…Tan entreverado todo eso que (como lo hacía aquel guitarrero manco de un dedo y medio menos en la mano zurda) los compositores escribieron en sus pentagramas la armonía de un sonido que -¡oh casualidad!- se interpreta igual en ambas orillas rioplatenses; en sus ciudades grandes y chicas, donde la vulgaridad del chisme (boca a boca o por televisión) es la descultura brutal predominante que las aplasta y que también las distingue.
-Fue ahí- me decía el manco- en un piringundín que se inundaba cuando llovía mucho, que me hice la idea de que tango y milonga han sido amantes toda la vida. A eso se debe qué tan exactamente trasmiten en sus melodías el trémulo sentir de una pasión. Para mí –continuó desgranando, fresco aún, su filosofía- ninguna otra música expresa tan sensualmente el sentir entre hombre y mujer, dispuestos a todo tras el último compás. ¿Me entiende, no?- Cuando gime el bandoneón- (“dulcementeamargo”, poetizó)- hasta “las vestales” se calentarían si no fuera que les está prohibido escucharlo. Si lo hicieran las libidos reprimidas reventarían los conventos y abrasarían de pasión las noches de precinto de las vírgenes cautivas de sus miedos a ese pulsar ardiente en sus muslos; miedo inculcado, a esa trampa tibia y sensual que la naturaleza inventó para evolucionar y no morirse sin contar antes, que Ella fue así, de esta manera. ¿Nocierto?- y me miró fijo, como puñalada de facón cabo de plata.
-No sé para usted mi amigo, pero para mí esto es así por más que algún gazmoñero esotérico me amenace con el infierno o la excomulgación –afirmó, al tiempo que bajaba de un solo trago medio vaso largo de amarga con vermut.
Unos días después, mientras esperaba me tocara el turno para hacer uso del excusado a los fondos del patio milonguero en lo de la Pocha Domínguez, un bailarín de estampa comentaba que el guitarrero de tres dedos y medio en la izquierda odiaba todo lo religioso, porque cuando era adolescente tuvo una novia que lo abandonó porque justo en un franeleo de esos, se le apareció quién sabe qué santa guardiana, reprochándole su actitud lujuriosa, tan pecaminosa por tan dócilmente que se dejaba acariciar, como el instrumento musical, por las expertas manos del guitarrero manco. En ese tiempo no era manco o esta poda de un dedo y medio no era un inconveniente en su mano “para eso”.
Lo abandonó aquella noche en “las toscas”, aullando como poseída por mil demonios y a los años se vino a enterar que se había metido en una orden satánica, que nada que ver con ella -¡pobrecita la pecadora!- que se llamaba Helenita Saldonvide Porrúa; de ignota estirpe y ninguna “dote”.
Mientras un poemario que erizaba, le cantaba a cosas absurdas para eludir la oscura realidad de la pobreza abundando en el arrabal metropolitano de las ciudades meridionales platenses, un tal Jorge, caliente como una chiva porque algo en la orquesta desafinaba, en medio de una improvisada tertulia confraternal sobre la punta del mostrador de tablones, en lo de la Pocha, le cayó como con un hacha a esa lírica tanguera que- según él- ha falsificado literariamente la verdad de las cosas. Por ejemplo, decía, -“no tiene gollete pensar que los obreros se vistan de esmoquin y brinden con champaña o en sueños “la obrerita del arrabal mistongo y gris, se ve taconeando un día por las “rúas” de un París impresionista, donde el surrealismo, con Bretón a la cabeza, iba y se reía en la misma cara de la Academia Nacionald e Francia.
Milonguero viejo, el tal Evaristo Jorge. Cuando se le inquiría por su pasado de activista en la bohemia porteña y maleva de los bares de la Boca, con cierto tic distinguido, ilustre y rico en cuentos y versos extravagantes, respondía que ahí le gustaba narrar historias de burgueses en decadencia, lo que le valió el desaire de algún amigo de “clase”. Tenía preferencia literaria por peleas a cuchillo entre guapos, por una mina, a la vuelta de un bailongo; con la quejumbre melodiosa de bandoneones y guitarras despidiendo en su agonía mortal, al perdedor del duelo criollo…o como exornación para esos amantes trágicos que por las noches caen por la “Chacarita” a pegarse un tiro sobre la tumba de Gardel. Tal vez –piensan- que de esa manera el zorzal tacuaremboense los acompañará con su melodiosa voz en el viaje por la muerte. ¿Tendrán razón entonces los que sostienen que la conjunción: tango-milonga, es la dialéctica pura de la vida y la muerte expresada en la armonía viril del bandoneón junyo a la lírica elegante y hermosa, como mujer, de un rojo violín?
Muchos han acusado al tango de ser sólo música y cultura típica de las capitales del Plata; cabaret, fútbol, garzonier, carreras, timbas y exacta filosofía del sentimentalismo express de sus populosas calles. Pero el caso es que también –con más modestia tal vez- se vuelve expresión de pequeñas y antiguas ciudades sembradas a lo largo y ancho de la llanura sudamericana. Allí, licenciados en lunfardo metropolitano neto doblando la esquina, donde los ladrillos parecen haber eludido la lija del tiempo sobre su desnuda vejez, se han dado de cabeza con poetas a los que, los inmensos cielos del sur y las nítidas humanidades del lugar, son la levadura principal de su inspiración. Todo eso mientras ve flotar en las volutas de humo del cigarro de áspero tabaco negro, el dolor de un antiguo abandono. De muchos han quedado, con la muerte, inéditos sus versos…Pacífico Barrio Rosich, Cocoliche, el Negro de las alhajas…o los de aquel carcamán de Miní que escribía letra y música pero para valuación en este siglo XXI, sino para una robótica interpretativa literaria filosófica imparcial que –según su febril imaginario, al borde mismo de la locura absoluta- vendrá a dejar sin asunto a los críticos. Pensaba en el siglo XIII, en adelante; tiempo en el que alguien de acá pisará una luna de Saturno.
En un baile animado por la “ReFaSi” en lo de la zurda Pérez –(galpón de techo de paja y piso de porland “jediendo” a creolina y flit)- me parece ver a Tolongo, el verdulero, recitando unos versos inspirados por la euforia de medio litro de grapa con miel pasada por el garguero: ¡¿Recuerdas mi niña,/recuerdas aquel barrio?/ Aquella miseria y esos cardos./ Está todo como entonces:/ la barra de muchachos estafados,/ la cuneta, la canción de los sapos/ y un sueño infantil no realizado/… y luego la ReFaSi volvió a tomar el control musical de la noche. Viejas orquestas, antiguas armonías; una música olvidada tal vez…Bailongo en los galpones que ya no son y en su cielo estrecho el aire impregnado por aromas de alcohol y tabaco, agua colonia e intensas lavandas.
Hay un siglo de tango, pero para que se mantenga vigente otro más, copiando el pensamiento de Evaristo Jorge, deberían procrearse ya otros Gardeles para cantarlo; otros Troilos y Piazzolas para la maestría de interpretarlos musicalmente; otros Matos Rodríguez y Discépolos para que otra poesía ampare literariamente otros conceptos y destellos fulgurantes de la evolución y el porvenir, además de la clásica tragedia sensual del amor-dolor cuando se va.
Aunque anclada en el pasado mucho de la estética tanguera, igualmente su ritmo todavía será el fondo melodioso del inevitablemente populoso y necesariamente más justo mañana: más acorde al ideal de los tiempos de lucha en la cuna de su arrabal amargo. Los nietos de Gardel que se quedaron acá, mirando atrás a ver qué fue lo que pasó, serán los que escribirán el tango nuevo, y ojalá, sin cantegril que los inspire. Un mirar atrás parecido, tenían los reproches que una desmelenada Pocha le gritaba al marido, el Ronaldo Peré, resignado a esperar que aquella furiosa tormenta de celos se fuera desgastando rápidamente; tal como ocurría con los remolinos de verano que a veces pasan por los senderos del cantegril, levantando hasta la estratofera, tierra suelta, cartón, y bolsas de nailon; acompañado por el furiosos ladrar de perros y la melodiosa voz de un cantor que desde un disco seduce al oído con los versos de un tango emocional…”Qué bien se baila/ sobre la tierra firme,/ mañana al alba/ tenemos que zarpar./ La noche es larga,/ no quiero que estés triste./ Muchacha vamos/ no sé por qué llorás”/…La danza del viento loco tal vez seque sus lágrimas.
Ahora recuerdo que fueron, cada uno de ellos, un momento fugaz, lejano y melancólico; parecido a otros pasados en un bar de vidrios empañados, mientras en la mesa de al lado en un cenicero de cerámica humeaba un cigarrillo y en la que yo estaba, su madera guardaba todavía ese aroma de café que sube del fondo del pocillo. Años después, cruzando la plaza, pensé en los gredosos buzones postales de la intemperie, convertidos ahora en inquilinato de arañas pirujas. En ellos prisioneros han quedado los ecos tristes de la soledad y los de una nostalgia de fierro como recordatorio de mil cartas de amor, por ejemplo, que en sus bodegas intraspasables se guardaron, para evocar secretamente las claves de la pasión de esos amores que se conocieron, una noche de rompe y raja en lo del Cotete, en lo de la Zurda Pérez o en lo Pocha Domínguez, en la Italia Chica o en el Barrio Calvo, en El Abrojal o en algún otro piringundín del arrabal; cuando no, allá por el Tomás Gómez frutal, que por encima del olor a maíz estibado en el galpón, por suerte para la salud y el mejor recuerdo, sobresalía, proveniente de una granja vecina, ese perfume vital que olía a viña y jazmín.
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