La
cultura lúdica: el Carnaval
Una mirada hacia los
orígenes de la fiesta popular en Uruguay desde mediados del año
1800.
El Carnaval era la
fiesta y el juego de la cultura “bárbara” en Montevideo, la
culminación del ciclo festivo que se iniciaba con la “Nochebuena”,
sus cohetes, matracas, serenatas, y bandas de jóvenes y seguía el
31 de diciembre con “los grandes
bailes de sociedad” y “populares” (ya
de “máscaras”) y
la quema de fuegos artificiales en la Plaza Constitución, a la que a
veces asistía hasta la quinta parte del Montevideo urbano, como en
1869.
Los candombes de
negros el día de Reyes, 6 de enero, muy visitados por “las
familias y paseantes”, eran
precedidos y seguidos por más bailes “de
máscaras y de particular” en los
teatros, incluyendo el moderno Solís de 1856, creado tanto para la
ópera como para los “danzantes”.
El crecido número de bailes hizo que se abrieran “abonos”
las para las sucesivas funciones. También aparecieron comercios
especializados en la venta de disfraces desde mucho antes de
Carnaval. Los bailes, donde las señoras podían entrar gratis y los
caballeros pagando entre 4 reales y un peso –de acuerdo al rango
social del local- se iniciaban a las 10 de la noche y concluían por
lo general a las 4 de la mañana de casi todos los viernes, sábados,
y domingos de enero y febrero. La sociedad entera los vivía como la
preparación de las “carnestolendas”, y la asistencia a los del
Solís en una noche de enero de 1870, por ejemplo, podía llegar a
los 800 o 1.00 “danzantes”,
cifra que comparada con la de los habitantes del Montevideo
edificado, tal vez 80.000, equivalía a concurrencias calificadas
como masivas, pero que, sin embargo en Carnaval llegarían a
cuadruplicarse.
Los juegos propios
del Carnaval, el de agua sobre todo, se anticipaban siempre al inicio
oficial de la fiesta. Se tiene la impresión que en ciertas épocas
particularmente felices en la vida de la ciudad –como bajo la
próspera dictadura de Venancio Flores de 1865 a 1867. Por ejemplo-
el Carnaval comenzaba en los primeros días de enero. En 1866, seis o
siete días antes se jugaba con agua, y “varios
aficionados se habían quedado sin huevos”. En
1867 se jugó desde por lo menos quince días antes del comienzo
oficial de la fiesta, al grado que la policía debió emitir un
edicto especial prohibiendo su “anticipación”
–que nadie atendió- pues faltando aún diez días,
“ya de noche las señoras no pueden transitar por nuestras calles
porque de todas partes salen atrevidos a mojarlas”.
Habían comenzado,
como dijera “La Tribunita” el 22 de febrero de 1867, “los
días de locura”. El Carnaval Oficial
comprendía el domingo, lunes, y martes, pero su “triunfo” se
anunciaba desde el “jueves gordo”. El Miércoles de Ceniza debía
empezar su “muerte”, pero la ceremonia de su “entierro”
sucedía recién el domingo de la semana siguiente.
Sin embargo el
“entierro” no era el fin. El Carnaval invadía la Cuaresma, para
escándalo del Clero y contento de los jóvenes. En febrero de 1936,
luego de concluida oficialmente la fiesta, se continuó usando “el
disfraz permitido para los días de Carnaval”
por varias noches mas. Era como si esa sociedad no pudiera terminar
nunca de jugar. Estaban allí. Por ahora agazapados, los enemigos del
juego: el trabajo, la eficacia, el orden burgués quejoso de los días
perdidos, la indisciplina social generalizada, la irrespetuosidad
hecha norma.
El día que
finalizaba la fiesta la ciudad amanecía desierta luego de los
“excesos” de la noche. Dirá “El Siglo”, un diario hostil al
Carnaval “bárbaro” en febrero de 1874: “El
miércoles de Ceniza es el día del sueño, a cualquier parte que uno
dirija la mirada no percibe sino rostros lánguidos y ojos
soñolientos. Montevideo está sin movimiento…quien se levanta
temprano es un héroe, y apenas tienen la gloria de ver salir el sol
algunas devotas que al primer toque de campanas acuden a los
templos”.
El acto de disfrazarse el
cuerpo y enmascararse la cara se asociaba con el cambio de
personalidad social, y el afloramiento de tendencias reprimidas, pero
también con bromas e injurias desmedidas. La burla al Poder se codeó
con el absurdo, lo chusco y estrafalario, y eso dio a la comparsa
disfrazada y gesticulante un aire de transgresión total. Se
sublevaban las pasiones de todos, pero también se sublevaban
temporariamente los oprimidos, los que estaban mucho, y los que lo
estaban poco: negros, criados, sectores populares, marginados, locos,
niños y mujeres. Por eso las autoridades de la sociedad, los
ancianos, el Clero, los “devotos”, los políticos, los ricos,
llamaban “bárbaro” al carnaval y procuraban “civilizarlo”.
Esta “civilización”
del carnaval fue un proceso lento y lleno de retrocesos hacia la
“barbarie”. Aparece también como un plan preconcebido por las
clases dirigentes cuyo ejecutor inmediato fue la represión policial.
La oposición de clases, empero, no da ella sola cuenta de las
fuerzas en pugna. También se enfrentaron los grupos etarios y a
veces hasta los sexos. Es así como a favor del Carnaval “bárbaro”
militaron los sectores populares, los jóvenes, los niños, y las
mujeres, y como a favor de la “civilización” estuvieron sobre
todo los hombres maduros. Lo que la documentación prueba sin lugar a
dudas, es la existencia de un plan de las clases altas y los
dirigentes políticos en pro de la “civilización” del Carnaval.
En 1867, “El Siglo” hizo suyo y reprodujo un artículo de “La
Tribuna” de Buenos Aires: “A la
sociedad culta e ilustrada pertenece dirigir esas diversiones en una
vía menos escandalosa, demostrando por su ejemplo que es fácil
procurarse el mismo placer sin necesidad de rebajarse a los excesos
que deshonran a la humanidad”.
La religión, el freno
más seguro
Los dirigentes de la
sociedad habían sostenido, ya en la época “bárbara”, que “la
religión era el freno mas seguro para un pueblo ignorante y
corrompido”, según dijera en 1834 el
Cónsul de Francia en Uruguay. El memorialista anónimo de 1784 al
plantear la necesidad de establecer capillas en nuestra “bárbara”
campaña gaucha, afirmó: “Desde el
momento que va entrando por nuestros ojos la luz del as verdades
eternas, se va insinuando en nuestros corazones la obediencia a los
superiores y nos va haciendo declinar de nuestro amor a la
independencia”.
Los dirigentes de la
sociedad “civilizada”, la mayoría anticlericales, no cambiaron
en lo fundamental este criterio, lo matizaron. Los liberales
espiritualistas pensaron volterianamente en la utilidad de la
religión, tanto como valla para los “vicios” del hombre como
para sus “pasiones antisociales” decimonónicas: al anarquismo, y
el socialismo.
El Ministro de
Justicia, Culto, e Instrucción Pública, dijo en 1885: “Sin
religión nos es posible que haya un pueblo civilizado”. El
ateísmo pareció al liberal Mariano Berro en 1895, “una
creencia infundada, perniciosa, e inconveniente para el vulgo, que
carecerá aún por muchas edades de la necesaria preparación
filosófica para recibir tales doctrinas. El escepticismo anonada el
espíritu abriéndole tenebrosos abismos, y no da esperanzas”.
El Ministro de
Relaciones Exteriores del Coronel Lorenzo Latorre en 1876, Gualberto
Méndez, al asistir a la jura del primer Obispo, Jacinto Vera, dijo:
“De este modo, afianzaremos los altos
fines de la mas grande Institución que nos haya sido dada para
avasallar el desborde de las pasiones antisociales que amenazan
arruinar los intereses todos de la civilización”.
La religión
entonces, servía no solo para evitar “las pasiones antisociales”
(el anarquismo y el socialismo), también era útil para doblegar las
“pasiones personales”. Lo dijo en una curiosa vista fiscal de
1880 el anticlerical Alfredo Vázquez Acevedo cuando criticó las
excarcelaciones bajo caución juratoria que los jueces concedían a
los ladrones de ganado, ya que “entre
nosotros” se faltaba con facilidad a
un “juramento religioso”,
y se volvía a robar-pecar.
Estas ideas sobre la
utilidad de la religión no quedaron en palabras. En 1888, la elite
racionalista encargó la “reconstrucción”
de la “naturaleza moral perdida”
de las jóvenes descarriadas a las Monjas del Buen Pastor, y la de
los penados al capellán de la nueva “Cárcel
preventiva, correccional, y penitenciaría”. Este
tendría el deber de confesar, celebrar misa, y “dirigir
todos los domingos y días de fiesta la palabra a los presos,
demostrándoles el deber que tiene todo hombre de ser honrado, y las
ventajas de conducirse bien”.
Los terratenientes,
católicos, y liberales, menos transidos por la cultura formal,
creyeron con mayor unanimidad en el rol de freno de la Religión. El
“pobrerío” rural, protagonista del abigeato, la prostitución, y
el “desorden” de la campaña, se “fijaría” a la tierra con
la agricultura, pero también con la escuela y la iglesia, sostuvo en
1874 Domingo Ordoñana, fundador de la Asociación Rural.
Según Mariano Soler
en su pastoral de 1901, “las creencias
religiosas son indispensables para la recta educación de la juventud
y para la morigeración del pueblo”.
Así, aquella se haría “sana de
cuerpo y de espíritu”, y se salvaría
de “extravíos y perversiones”,
y éste se formaría “moral y
honrado”. Para los niños –sobre
todo- esas creencias eran “el más
sólido y eficaz elemento moralizador, pues el niño que se cree
observado por Dios en todas partes…castigado por Dios cuando
delinque, está mejor guardado y preservado que aquel que solo tiene
que escapar a la vigilancia del ojo humano”.
Fuente: Historia de la
Sensibilidad en el Uruguay, de José Pedro Barrán, Tomo I “La
Cultura Bárbara”, y tomo II, “El Disciplinamiento”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario