DANDO
LETRAS
Fermín Méndez
(MINTXO)
En un aviso del diario, en la cartelera del
Instituto o de la Universidad, en la parada el ómnibus, en papelitos para
recortar pegados en la columna del banco del centro de la ciudad, por una amiga
que concurre, porque el profesor es conocido, googleando aburrido, o,
simplemente, porque tenemos ganas. Lo cierto es que en cada sitio y a cada
instante se puede encontrar una invitación a integrar un taller literario.
Presencial, a distancia, o virtual, hoy el abanico es bien amplio.
Desde la apertura que significó el acceso a
internet las oportunidades han aumentado considerablemente. No en todas las
ciudades existía un taller formado, por lo que las personas debían trasladarse
hacia la ciudad más cercana. Ahora se puede “ir a clases” desde cualquier parte
del mundo, cómodamente en una oficina, o buscando el aire fresco en el patio de
su casa. De cara al sol en el invierno de España, o bajo la sombra
reconfortante del verano uruguayo, dos personas pueden estar interactuando con
una misma lectura: una poesía de Pessoa, por ejemplo.
Además lo otro: la posibilidad cierta y concreta de tener clases con algún
escritor-profesor destacado que radique en el extranjero. Varios
lo hacen, y dedicados a los más variados estilos de escritura. Hay quienes dan talleres para mejorar las herramientas periodísticas, hay quienes prefieren trabajar la poesía, están los que dictan clases sobre narrativa y cuentos. En fin, en cualquiera de los casos el objetivo primordial es el mismo: contar historias.
lo hacen, y dedicados a los más variados estilos de escritura. Hay quienes dan talleres para mejorar las herramientas periodísticas, hay quienes prefieren trabajar la poesía, están los que dictan clases sobre narrativa y cuentos. En fin, en cualquiera de los casos el objetivo primordial es el mismo: contar historias.
Somos
todos
El aula es una gran miscelánea de caras y
voces. Un policía, un escritor, una escribana, una abuela jubilada, dos
periodistas, tres empleados. Una mixtura de edades y etapas también: algunos
tendrán poco más de veinticinco, y los talleristas mayores quizás tengan
setenta, u ochenta. ¿Qué puede resultar de esa conjunción tan amplia? Difícil
saberlo, pero posiblemente resulte un volcán activo buscando dar una gran
erupción, rica y viva, de historias.
Un taller literario es eso: aprovechar el
cúmulo, mirarse introspectivamente, mezclarlo con las herramientas a aprender,
y contar historias. Todos tenemos cosas que contar porque ser persona es tener
una historia que narrar. En todos los casos hay un universo que nos rodea, nos
estimula; pasan cosas, hay historias. El taller, en estos casos, se transforma
perfectamente en el “análisis” y la “técnica”. Pero puede variar en infinitos
agentes: desde analizar autores o trabajar técnicas de escritura, hasta
espacios relacionados con el crecimiento personal como las autobiografías o
trabajar las memorias y semblanzas.
¿Por qué el deseo de contar historias? Es
muy gráfico lo que nos dice el argentino Hernán Casciari: “Leer en voz alta una
historia es la primera forma de la comunicación. Un grupo de gente, alrededor
del fuego, escuchando a uno que habla, que cuenta algo; así fue el principio.
Después nos pusimos exquisitos, y ahora tuiteamos, blogueamos, podcasteamos,
mandamos mensajes de voz de móvil a móvil, yo le dicto millones de bytes a un
iPhone, otro los abaraja con su Blackberry y
los emite por frecuencia desde un
satélite... Todo lo que quieran. Pero en realidad lo que hicimos (…) fue
sentarnos alrededor del fuego a escuchar historias. Así empezó todo, y seguimos
igual”. Tan simple, y tan complejo.
Hay ciertas señas que nos indican que la
sociedad, mejor dicho la humanidad, ha perdido esa capacidad de transcribir
historias y compartirlas con nuestra tribu.
No es que no se generen historias, todo lo contrario, la cotidianidad
demuestra que hay muchas y muy variadas. Sobre todo si fuéramos a lo primero y
más básico: contar de dónde vinimos y hacia dónde vamos. Pareciera que
estuviésemos divisos, algo fragmentados, superados por inmensas ciudades que
nos condenan al anonimato, o bloqueados por la parafernalia de los mass media y la nueva tecnología. Y acá es donde tiene que aparecer el
arte del taller: apelar a la memoria y sus extensos archivos en los cajones y
baúles; fomentar visión y descripción; avivar el aprecio por la palabra;
fomentar incansablemente la lectura; y cuantas cosas más, maravillosa aula de
encuentros y letras.
Y no importa el cómo. Lo medular es el
juego con la expresión, el coqueteo con el relato y su construcción, respetar
la fórmula sagrada sujeto-verbo-predicado, burlar la misma fórmula. Saber que
esa regla en muchas ocasiones es vital, pero en otras cercena y descuida el
aire narrativo y la pasión. En los talleres aflora lo propio y, así, el tallerista relata los hechos, opina, comenta,
permanentemente bajo su manera de ver, de entender, de observar. Cada uno
contará a su manera por la sencilla razón de que cada uno percibe a su
manera.
Taller literario "Al pie de la letra", que con sus más de 90 vitales años dirige Wilson Armas Castro. |
Darle letra a la vida, activar los diversos
aspectos de la motivación literaria, y compartir historias. Eso es un taller
literario.
Para el final les dejo un texto de Cortázar,
que pertenece a su libro Rayuela, del cual me enteré, justo cuando escribía
este artículo para HUM BRAL, que estaba cumpliendo 50 años. Sus
letras reflejan otro de los espíritus de los talleres literarios: velar por una
sociedad más justa, y tolerante.
"Como si la especie velara en el individuo
para no dejarlo avanzar demasiado por el camino de la tolerancia, la duda
inteligente, el vaivén sentimental. En un punto dado nacía el callo, la esclerosis,
la definición: o negro o blanco, radical o conservador, homosexual o
heterosexual, figurativo o abstracto, San Lorenzo o Boca Juniors, carne o
verduras, los negocios o la poesía."
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