Cuando los
sistemas de seguridad no existen
Ángel Juárez Masares
Hay momentos en que uno
se detiene y observa su propia vida desde el palco más alto y lejano del
escenario. Desde allí, a distancia prudencial de las damas
vestidas para la ocasión, el anonimato y la penumbra permiten una visión más clara de los
diferentes personajes que le ha tocado representar a lo largo de la existencia.
Entonces –como esta
noche- el telón de la memoria se levanta y me veo a la izquierda de la escena
vestido con un saco blanco, pantalón negro, moño de igual color, y las manos
caídas al costado del cuerpo. En el centro, varios hombres sentados en cómodos
sillones conversan y ríen. Uno de ellos ha puesto una pistola automática sobre
una silla pequeña. Me ignoran. Yo espero.
La obra está ambientada
en el Ministerio de Bienestar Social de Buenos Aires. Es lunes 1º de julio de
1974, y exactamente a las 14:10, María Estela Martínez de Perón –en ejercicio
de la presidencia desde el sábado 29 de junio- anuncia a todo el país el
fallecimiento del teniente general Juan Domingo Perón. Poco después se conocerá
el parte médico en que los doctores Pedro Cossio, Jorge Taiana, Domingo Liotta
y Pedro Eladio Vázquez certifican las causas de la muerte de Perón. Dice así:
“El señor teniente general Juan Domingo Perón ha padecido una cardiopatía
isquémica crónica con insuficiencia cardíaca, episodios de disritmia cardíaca e
insuficiencia renal crónica, estabilizadas con el tratamiento médico. En los
recientes días sufrió agravación de las anteriores enfermedades como
consecuencia de una broncopatía infecciosa. El día 1º de julio, a las 10.25, se
produjo un paro cardíaco del que se logró reanimarlo, para luego repetirse el
paro sin obtener éxito todos los medios de reanimación de que actualmente la
medicina dispone. El teniente general Juan Domingo Perón falleció a las 13.15” .
Ha pasado una semana. A un
costado del escenario, un televisor
muestra la imagen de “Isabelita” pronunciando un discurso. Los hombres
hacen silencio durante unos segundos para escuchar algunos pasajes de la
alocución, y ríen entre referencias a cacatúas y otras aves tropicales de igual
especie.
Yo estoy otra vez parado
casi entre bambalinas. Soy “una cosa”…un bien mueble.
Al cabo de cierto tiempo
los señores ordenan: whisky para todos… ”¡ah!...pero traiga la botella”.
Parto a cumplir la orden,
regreso y sirvo la primera ronda. Me ignoran. Hago mutis. En la cocina están
cuatro de los catorce guardaespaldas del
Dr. Vázquez (médico “de cabecera” de Isabelita). Todos atentos a la
última hazaña que relata el barbado de pelo largo, jeans, y sandalias de cuero,
quien debajo del chaleco “al telar” adornado con llamas, guanacos y quenas,
porta un arma de proporciones monumentales. Todos beben whisky como si fuera
Coca Cola. El hombre cuenta como los tipos de la camioneta saltaron al recibir
los tiros, y como uno de ellos murió cubriéndose la cara con un maletín. Ríen.
El pelilargo acota que al final tuvieron que cargar con los muertos porque el
dato era falso, “y los desgraciados eran unos pibes que vendían artículos de
barraca”. Como el episodio “no daba para más”, otro pregunta algo sobre el
partido del domingo, y cambian el tema de los muertos equivocados por algo más
interesante: como formará la defensa de Chacarita ante River el próximo domingo.
Son las tres la tarde y
el libreto dice que debo hacer mutis por el foro. En el baño me pongo la ropa
“de civil” y bajo por las escaleras. Nunca lo hago por el ascensor. Me gusta la
soledad de las escaleras, y la incertidumbre de no saber qué habrá luego del
próximo rellano.
Mañana a la mañana
volveré a escena. Ingresaré por la puerta lateral, y Anselmo el portero, me
saludará con su voz de barítono (no se porqué razón me recuerda a Yago, el
personaje de Otello). Más adelante, los cuatro milicos harán lo mismo. Hace
tanto tiempo que sirvo café y whisky en ese teatro, que ya no me piden el carné
habilitante. Documento mágico que me abre las puertas de todas la oficinas
(hasta la que suele frecuentar “El Brujo” López Rega), y que no termina de
sorprenderme, porque en realidad soy un “indocumentado” en un país extranjero.
Desde la penumbra del
palco de los recuerdos, me veo también saliendo de mi cuarto de hotel tres
veces a la semana en el correr de tarde –nunca a la misma hora- y haciendo “la recorrida” recogiendo algunas “cartas” de
gente marcada. Son como los “trencitos” que hacen los gurises (allá los pibes)
en el liceo, y que se pueden meter fácilmente en la cinta de badana de mi gorra
vasca.
¿Qué tiene que ver este
divague teatral con el título?
Pensemos un momento: ¿de
qué valen catorce custodios, cuatro controles a la vista y otros encubiertos
cuando los “poderosos” de turno pierden la noción del hombre?
La obra que os he
relatado muy someramente no tiene final… o por lo menos hoy no tengo deseos de
contárselo. Pero… ¿Qué tal si hubiera deslizado la dosis necesaria de veneno en
un pocillo de café, y luego hubiera bajado tranquilamente las escaleras? Porque
me gusta la soledad de las escaleras, y la incertidumbre de no saber qué habrá
luego del próximo rellano.
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