sábado, 5 de mayo de 2012

 “Historias de cronopios y de famas”, de Julio Cortázar, a medio siglo de su publicación
Cincuentón en plena juventud




Silvana Tanzi


Desde niño tuvo una relación mágica con las palabras, tal vez porque descubrió
en ellas un pasaje hacia otra realidad. Con sus grandes ojos curiosamente separados y algo gatunos, Julio Cortázar veía más allá de los objetos, de las personas y de los lugares, y luego trasladaba su particular visión a la literatura.
De ese espíritu lúdico y de exploración hacia lo menos evidente, surgió hace cincuenta años Historia de cronopios y de famas, un libro que desorientó a lectores y críticos por su naturaleza surrealista, extraña, inclasificable. Se publicó por primera vez en 1962 en la editorial argentina Minotauro, y desde entonces, sus relatos breves de irónicos han aparecido en diversas publicaciones como piezas individuales o como parte de un todo,  porque así es como pueden  leerse.
El propio Cortázar contó en varias entrevistas cómo nació en él la visión y el nombre “cronopio”: “En 1952, yo estaba en París y fui a un concierto en Les 
Champs Elysées en homenaje a Igor Stravinsky. Me sentía muy conmovido viendo a Stravinsky dirigiendo la orquesta y a Jean Cocteau recitando una de las obras. En el entreacto, todo el mundo salió a tomar café. Yo no tuve ganas de salir y me quedé completamente solo en ese inmenso teatro y, de golpe, tuve la sensación de que había en el aire personajes indefinibles, una especie de globos que yo veía de color verde, muy cómicos, muy divertidos y muy amigos, que andaban por ahí circulando.
Inmediatamente supe que su nombre era ‘cronopios’”.  Después de estas  apariciones”, vinieron las otras, “los famas” y “las esperanzas”, que a veces se oponen y otras se complementan con los cronopios. Dividido en cuatro partes, el libro condensa en poco más de 90 páginas la noción de “lo cortazariano”, una mezcla de humor, poesía y extrañeza frente a  situaciones tan cotidianas como subir una escalera, ponerse a llorar o mirar una gota de agua en medio de la lluvia torrencial.
En “Manual de instrucciones”, la primera parte, Cortázar transforma en doctrinas paródicas los hábitos y las reacciones más habituales, o a veces “mueve el  foco” de la escena para sorprender con lo inesperado. Así describe, por ejemplo, una visita al médico: “Su voz  grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. (...)
De pronto, en la penumbra, debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones  hasta los muslos, y tiene medias de mujer”.
Hay otras instrucciones de un humor más reflexivo, como aquella que aconseja
cómo darle cuerda al reloj: “Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo.
Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de una cuerda, remóntela suavemente. (...) El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no  importa”.
En “Ocupaciones raras” aparece la familia de la calle  Humboldt en el barrio Pacífico.
“Somos una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los simulacros que no sirven para nada”, dice el narrador. Y luego describe al pariente que llegó a ministro y acomodó a varios de la familia en la oficina de Correos, o la  conducta de tías y primas en los velorios. “No vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más solapadas de la hipocresía. (...) En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los parientes, alternándose contra las paredes”, escribió en un fragmento de “Conducta en los velorios”, uno de sus textos más recordados. Hay más consejos en “Material plástico”, donde se suceden los trabajos de  oficina, entre ellos, el que desempeñó el propio Cortázar como traductor para la Unesco en París. “Trabajo desde hace años en la Unesco y otros organismos internacionales, pese a lo cual conservo algún sentido del humor y especialmente una notable capacidad de abstracción, es decir, que si no me gusta un tipo lo borro del mapa con solo decirlo, y mientras él habla y habla me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando”, dice en una de sus más aplicables instrucciones.
Cortázar había llegado a París en 1951 con Aurora Bernárdez, su primera esposa, y una beca del gobierno francés. El escritor  se enamoró de esa ciudad a la que comparaba con una mujer; “es un poco la mujer de mi vida”, dijo en varias ocasiones. Allí escribió “Rayuela”, que se  publicó en 1963, un año después de “Historia de cronopios y de famas”, y allí murió de leucemia el  12 de febrero de 1984. Un año antes había regresado a Argentina, que recién había recuperado la democracia. Su presencia fue injustamente ignorada por las autoridades.


Molestos, simpáticos y aburridos
  Los seres más cortazarianos de Historias de cronopios y de famas, y también los más representativos de algunas conductas sociales, llegan al final del libro. El propio Cortázar definió así a sus personajes: “Empecé a escribir  sin saber cómo eran. Luego tomaron un aspecto relativamente humano, con esas conductas especiales de los cronopios, que son un poco la conducta del  poeta, del asocial, del hombre que vive un poco al margen de las cosas. Frente a  ellos están los famas: grandes gerentes de los bancos, presidentes de las repúblicas, la gente formal que defiende el orden. Las esperanzas son personajes  intermedios, que están un poco a mitad del camino, sometidas, según las circunstancias, a las influencias de los famas o de los cronopios”.
En estos relatos, Cortázar  no solo crea estos personajes casi incorpóreos, sino un lenguaje propio que solo  ellos interpretan. Los más simpáticos son los cronopios, claro, porque se asocian con su creador. Chistosos,  soñadores e irreverentes, a ellos no les gustan mucho las normas, ni los hijos, ni las etiquetas. A veces también pueden llegar a ser crueles o indiferentes:  “Los cronopios no son generosos por principio. (...)  Con seres así no se puede practicar coherentemente la beneficencia, por eso en las sociedades filantrópicas  las autoridades son todas famas, y la  bibliotecaria es una esperanza. Desde sus  puestos los famas ayudan muchísimo a los cronopios, que se ne fregan”.  Los famas son tan metódicos que hasta llegan a embalsamar los recuerdos: “Luego de fijado el recuerdo  con pelos y señales, lo
envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y  lo colocan parado contra la pared de la sala con un cartelito que dice: ‘Excursión a Quilmes’, o ‘Frank Sinatra’”.
En definitiva, los famas son muy aburridos. Sin embargo, a ellos también les gusta bailar “tregua” y “cátala” frente a un almacén lleno de cronopios y esperanzas que los miran con desagrado. Es que al parecer, ver bailar a los famas no es un bello espectáculo. Más acomodaticias y sedentarias son las esperanzas, que a veces apoyan a los cronopios, a veces a los famas, pero carecen de una identidad firme: “Se dejan viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a ver porque ellas no se molestan”. Al leer sobre ellas, se llega a la conclusión de que hay demasiadas esperanzas en este mundo. Cortázar había nacido en Bruselas en 1914, donde su padre era diplomático. Creció en el barrio de Bánfield en Buenos Aires y  fue maestro de escuela. Le gustaban los gatos, el jazz, el boxeo y jugar con los palíndromos (palabras o frases que leídas al revés tienen el mismo significado).
Escribió alguno de los mejores cuentos de la literatura latinoamericana que leía con voz pausada y llena de erres. Sin dudas, Cortázar era un cronopio.

Extraído de: Semanario Búsqueda

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