“Historias de cronopios y de famas”, de Julio Cortázar, a medio
siglo de su publicación
Cincuentón en plena juventud
Silvana Tanzi
Desde
niño tuvo una relación mágica con las palabras, tal vez porque descubrió
en
ellas un pasaje hacia otra realidad. Con sus grandes ojos curiosamente separados
y algo gatunos, Julio Cortázar veía más allá de los objetos, de las personas y
de los lugares, y luego trasladaba su particular visión a la literatura.
De ese
espíritu lúdico y de exploración hacia lo menos evidente, surgió hace cincuenta
años Historia de cronopios y de famas, un libro que desorientó a lectores y
críticos por su naturaleza surrealista, extraña, inclasificable. Se publicó por
primera vez en 1962
en la editorial argentina Minotauro, y desde entonces, sus relatos breves de
irónicos han aparecido en diversas publicaciones como piezas individuales o
como parte de un todo, porque así es
como pueden leerse.
El
propio Cortázar contó en varias entrevistas cómo nació en él la visión y el nombre
“cronopio”: “En 1952, yo estaba en París y fui a un concierto en Les
Champs
Elysées en homenaje a Igor Stravinsky. Me sentía muy conmovido viendo a
Stravinsky dirigiendo la orquesta y a Jean Cocteau recitando una de las obras.
En el entreacto, todo el mundo salió a tomar café. Yo no tuve ganas de salir y
me quedé completamente solo en ese inmenso teatro y, de golpe, tuve la sensación
de que había en el aire personajes indefinibles, una especie de globos que yo
veía de color verde, muy cómicos, muy divertidos y muy amigos, que andaban por
ahí circulando.
Inmediatamente
supe que su nombre era ‘cronopios’”. Después
de estas apariciones”, vinieron las
otras, “los famas” y “las esperanzas”, que a veces se oponen y otras se
complementan con los cronopios. Dividido en cuatro partes, el libro condensa en
poco más de 90 páginas la noción de “lo cortazariano”, una mezcla de humor, poesía
y extrañeza frente a situaciones tan
cotidianas como subir una escalera, ponerse a llorar o mirar una gota de agua
en medio de la lluvia torrencial.
En
“Manual de instrucciones”, la primera parte, Cortázar transforma en doctrinas paródicas
los hábitos y las reacciones más habituales, o a veces “mueve el foco”
de la escena para sorprender con lo inesperado. Así describe, por ejemplo, una
visita al médico: “Su voz grave y
cordial precede los medicamentos cuya receta escribe
ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe,
alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. (...)
De
pronto, en la penumbra, debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha
subido los pantalones hasta los muslos,
y tiene medias de mujer”.
cómo
darle cuerda al reloj: “Allá en el fondo está la muerte, pero no tenga miedo.
Sujete
el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de una cuerda, remóntela suavemente.
(...) El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue
olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus
pequeños rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos
antes y comprendemos
que ya no importa”.
En
“Ocupaciones raras” aparece la familia de la calle Humboldt en el barrio Pacífico.
“Somos
una familia rara. En este país donde las cosas se hacen por obligación o
fanfarronería, nos gustan las ocupaciones libres, las tareas porque sí, los
simulacros que no
sirven para nada”, dice el narrador. Y luego describe al pariente que llegó
a ministro y acomodó a varios de la familia en la oficina de Correos, o la conducta de tías y primas en los velorios. “No
vamos por el anís, ni porque hay que ir. Ya
se habrá sospechado: vamos porque no podemos soportar las formas más
solapadas de la hipocresía. (...) En Pacífico las cosas ocurren casi siempre en un
patio con macetas y música de radio. Para estas ocasiones los vecinos
condescienden a apagar las radios, y quedan solamente los jazmines y los
parientes, alternándose
contra las paredes”, escribió en un fragmento de “Conducta en los velorios”,
uno de sus textos más recordados. Hay más consejos en “Material plástico”,
donde se suceden los trabajos de oficina,
entre ellos, el que desempeñó el propio Cortázar como traductor para la Unesco en París. “Trabajo desde
hace años en la Unesco
y otros organismos internacionales, pese a lo cual conservo algún sentido del
humor y especialmente una notable capacidad de abstracción, es decir, que si no
me gusta un tipo lo borro del mapa con solo decirlo, y mientras él habla y habla
me paso a Melville y el pobre cree que lo estoy escuchando”, dice en una de sus
más aplicables instrucciones.
Cortázar
había llegado a París en 1951 con Aurora Bernárdez, su primera esposa, y una
beca del gobierno francés. El escritor se
enamoró de esa ciudad a la que comparaba con una mujer; “es un poco la mujer de
mi vida”, dijo en varias ocasiones. Allí escribió “Rayuela”, que se publicó en 1963, un año después de “Historia
de cronopios y de famas”, y allí murió de leucemia el 12 de febrero de 1984. Un año antes había
regresado a Argentina, que recién había recuperado la democracia. Su presencia
fue injustamente ignorada por las autoridades.
Molestos,
simpáticos y aburridos
Los
seres más cortazarianos de Historias de cronopios y de famas, y también los más representativos
de algunas conductas sociales, llegan al final del libro. El propio Cortázar
definió así a sus personajes: “Empecé a escribir sin saber cómo eran. Luego tomaron un aspecto
relativamente humano, con esas conductas especiales de los cronopios, que son
un poco la conducta del poeta, del
asocial, del hombre que vive un poco al margen de las cosas. Frente a ellos están los famas: grandes gerentes de
los bancos, presidentes de las repúblicas, la gente formal que defiende el
orden. Las esperanzas son personajes intermedios,
que están un poco a mitad del camino, sometidas, según las circunstancias, a
las influencias de los famas o de los cronopios”.
En
estos relatos, Cortázar no solo crea
estos personajes casi incorpóreos, sino un lenguaje propio que solo ellos interpretan. Los más simpáticos son los
cronopios, claro,
porque se asocian con su creador. Chistosos,
soñadores e irreverentes, a
ellos no les gustan mucho las normas, ni los hijos, ni las etiquetas. A veces
también pueden llegar a ser crueles o indiferentes: “Los cronopios no son generosos por
principio. (...) Con seres así no se
puede practicar coherentemente la beneficencia, por eso en las sociedades
filantrópicas las autoridades son todas famas,
y la bibliotecaria es una esperanza.
Desde sus puestos los famas ayudan muchísimo
a los cronopios, que se ne fregan”. Los
famas son tan metódicos que hasta llegan a embalsamar los recuerdos: “Luego de
fijado el recuerdo con pelos y señales,
lo
envuelven
de pies a cabeza en una sábana negra y lo
colocan parado contra la pared
de la sala con un cartelito que dice: ‘Excursión a Quilmes’, o ‘Frank
Sinatra’”.
En
definitiva, los famas son muy aburridos. Sin embargo, a ellos también les gusta bailar
“tregua” y “cátala” frente a un almacén lleno de cronopios y esperanzas que
los miran con desagrado. Es que al parecer, ver bailar a los famas no es un bello
espectáculo. Más acomodaticias y sedentarias son las esperanzas, que a veces
apoyan a los cronopios, a veces a los famas, pero carecen de una identidad
firme: “Se dejan
viajar por las cosas y los hombres, y son como las estatuas que hay que ir a
ver porque ellas no se molestan”. Al leer sobre ellas, se llega a la conclusión
de que hay demasiadas esperanzas en este mundo. Cortázar había nacido en
Bruselas en 1914, donde su padre era diplomático. Creció en el barrio de Bánfield
en Buenos Aires y fue maestro de
escuela. Le gustaban los gatos, el jazz, el boxeo y jugar con los palíndromos (palabras
o frases que leídas al revés tienen el mismo significado).
Escribió
alguno de los mejores cuentos de la literatura latinoamericana que leía con
voz pausada y llena de erres. Sin dudas, Cortázar era un cronopio.
Extraído
de: Semanario Búsqueda
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