sábado, 22 de noviembre de 2014


 




Un mercedario atónito frente al "GRAF SPEE"

                  

Wilson Armas Castro

Cuando esa mañana estuve frente al acorazado herido, mirándole su panza destripada, no se me ocurrió pensar que después de aquel 13 de diciembre de 1939, podría  transmitirle a mis coterráneos la impresión que me produjo esa visita. En ese momento debo de haber experimentado un  deslumbramiento insólito  unido a un dolor inubicable de rabia e impotencia, al sentirme un  pasivo espectador de lo que fue la formidable aventura corrida por ese coloso que tenía ante mis ojos.

Un periodista, cuando escribe sobre un hecho histórico,  lo hace con lujo de detalles y suele sorprender al lector por el color de verosimilitud que logra darle a su nota. Pero en mi caso, este acontecimiento está  teñido de connotaciones emocionales, sentimentales e intelectuales que me inhiben redactarlo con estilo periodístico. Hoy, con motivo de cumplirse un nuevo aniversario de ese suceso, quiero refrescar mi memoria y me doy cuenta  que el tiempo  difumina los hechos y quedan ocultos bajo una pátina aparente de indiferencia. De diez personas de mi generación, a quienes  pregunté si  se acordaban o conocían el episodio, solo dos me contestaron  tener un opaco recuerdo.  Es por esta razón que me propongo  escribir este apunte para que muchos  jóvenes, que no tuvieron la oportunidad de ver o leer ese acontecimiento histórico, sepan que la Batalla del Río de la Plata, tuvo en su momento una incidencia importante en la vida política-diplomática del Uruguay.

Un poco de historia.
 La invasión de Austria, Checoslovaquia y luego de Polonia, por el ejército alemán, produjo la inmediata reacción de los aliados: declararon   la guerra  a la nación  alemana, el 1° de setiembre de 1939.
Por el Tratado de Versalles, Alemania solo podía construir 6 acorazados de 10.000 toneladas y 6 cruceros ligeros de 6.000 toneladas. Esto obligó a sus ingenieros navales a idear un tipo de acorazado que no rebasara aquel tonelaje y que tuviera una gran velocidad y potencia de fuego. Por su parte, Inglaterra estaba obligada, por el Tratado de Washington, que Alemania no habla firmado, a no construir acorazados superiores a las 35.000 toneladas y con cañones menores de 14 pulgadas.  Por las mejoras introducidas por otras naciones en sus buques, que agravaban la inferioridad de Alemania, esta nación abandonó aquel tipo de construcciones y proyectó 2 acorazados de 26.000 toneladas: el Scharnhorst y el Gneisenau. Entonces, Inglaterra prefirió firmar con Alemania un pacto naval que sustituyera lo impuesto en Versalles por un acuerdo. El acuerdo anglo-alemán de 1935 permitía a Alemania disponer de una flota de superficie que representara el 35% de la británica y de una dotación de submarinos del 100%.
"La botadura del casco del "Admiral Graf Spee" se realizó el 30 de junio de 1934 en el astillero de Wilhelmshaven. Fue madrina la hija del vicealmirante Von Spee, muerto junto con sus dos hijos en la batalla de las Malvinas, en 1934.
Alemania disponía de otros dos acorazados del mismo tipo, el Deutchland y el Admiral Scheer. El Graf Spee desplazaba en realidad algo más de las consabidas 10.000 toneladas, pero a pesar de esto y de sus revolucionarias características no podía enfrentarse en igualdad de condiciones con un buque de línea normal. Por eso el Mando de la Marina lo había destinado a la labor de "corsario" contra los mercantes aliados, y su comandante, Langsdorff, tenía prohibido enfrentarse a las unidades de guerra. Los otros dos acorazados de bolsillo, actuaban con éxito en la guerra de los convoyes atlánticos.
En realidad, Alemania desvió sus disponibilidades en planchas de blindaje hacia la construcción de tanques y solo aprovechó las cláusulas del tratado que referían a los submarinos”.
En su libro "Mi Vida", Erich Raeder, relata lo siguiente:
"Pocos días antes del comienzo de las hostilidades hablamos mandado los acorazados Deutschland y Admiral Graf Spee, a tomar posiciones de espera en el Atlántico, en las que tuvieron que mantenerse quietos hasta finales de setiembre del 1939 para no comprometer las equivocadas esperanzas políticas de Hitler. Su presencia, luego, en las rutas comerciales inglesas, al recobrar la libertad de movimientos, tuvo efectos sensible en el tráfico y obligó a la marina británica a adoptar numerosas medidas defensivas. El Deutschland  regresó a fines de setiembre del mismo año del Atlántico Norte con resultados m s bien pobres en su haber, mientras que el Admiral Graf-Spee, al mando del inteligente capitán de navío Langsdorff, lograba apuntarse un volumen considerable de hundimientos en el Atlántico Sur y en el Océano Índico, en donde cambiaba con frecuencia de campo de operaciones. Su comandante se proponía emprender el regreso en enero de 1940, a fin de proceder a unas reparaciones urgentes, aún cuando esperaba tener antes ocasión de operar con fruto frente a la costa oriental de Sudamérica, en una zona en la que el tráfico marítimo enemigo era especialmente intenso."

Reporte de Gerhard Harmuth y Georg Schwalbe
  "En varios casos nuestra situación era conocida. Pero la observación de los barcos de guerra adversarios demostraban que el enemigo iba cerrando lenta pero inexorablemente su anillo alrededor de nosotros. A ciertos intervalos se sacrificaba un barco, pero as¡ se sabía el escondite del reider.  Llegaría el día en que nos encontraríamos como el ratón dentro de la trampa, en que no podríamos avanzar ni retroceder, si no intentábamos antes escapar a través de las mallas de aquella red que nos envolvía.
Según aquellos círculos a mediados de diciembre el enemigo nos habría encerrado de tal forma que seria casi imposible escapar.
El Inspector informó a nuestro Comandante de esa situación. Se examinaron muchas posibilidades, se rechazaron muchas de ellas. El Comandante decidió alejarse de aquellas aguas. En lo esencial, nuestra tarea podía considerarse por terminada: el peligro cedía día a día. "

Apuntes de Luis de la Sierra
"Langsdorff debió comprender que aquel informe (tres cruceros enemigos en lugar de un crucero y dos destructores, como se supuso al principio) variaba enteramente la situación, porque el combate con tres cruceros, evidentemente más veloces que el Graf Spee, sin duda originaría averías en el acorazado, quizá en el casco, y ¿dónde repararlas? La orden de operaciones claramente le señalaba que debería eludir cualquier combate, aunque fuese con fuerzas inferiores, a menos que resultase inevitable”.

Apuntes de Guillermo Carrero
  "Poco después empezó el cañoneo a unos 19.000 mts. Del Ayax fue catapultado un hidro Seafox para atacar al corsario y observar el tiro. A los diez minutos de combate el "Eseyer" había recibido cuatro impactos y otros dos a continuación que inutilizaron las transmisiones del puente y sus dos torres artilleras de proa. Entretanto el "Ayax" y el "Achilles" iban disminuyendo la distanciam creando un serio peligro para el acorazado, que solo podía responderle con sus cuatro cañones de 150 mm. En el combate las maniobras del  Graf Spee, cuando trata de acercarse a los cruceros ligeros para hacer m s eficaz su tiro, permitieron que éstos lanzasen sus torpedos, a los que maniobró seguidamente el buque alemán, que entretanto había recibido un impacto en su torre de popa”.

Apuntes de W.F.Rosenack
   “¡Estela de torpedo por estribor! Viramos bruscamente para esquivarlo. Nuestras torres pesadas están ocupadas con el "Exeter" y solamente nos quedan cuatro cañones de 15 cms. y la antia‚rea para defendernos de 16 cañones de 15 cms. de los cruceros ligeros. ¡Se nos vienen muy encima! Para ahuyentarlos, nuestro Comandante, una vez más los toma bajo el fuego directo de nuestras torres pesadas. ¡Estela de torpedo sobre babor! ¡Todo estribor!- da la orden nuestro oficial de guardia.
En total, el Graf Spee recibió 17 impactos directos de 15 cms. de calibre, que en su mayoría no causaron daños serios. Generalmente los ingleses tiran con granadas de efecto retardado (espoleta de culata) o con granadas perforantes. Tres de ellas se estrellan como porotos contra la coraza de nuestra torre y cuando conseguían perforar nuestra superestructuras reforzadas con chapas, caían al agua sin causar daños”.
Llegó la noche y aprovechando la oscuridad, el alemán tomó rumbo al puerto de Montevideo, que era el  más cercano para  poder reparar sus averías.

Crónica fidedigna
  Hacía seis meses que yo estaba trabajando en el "Dique Mauá", propiedad de los ingleses, en el edificio sito en la rambla Gran Bretaña; y mi oficina se ubicaba justo debajo del gran reloj, en cuyo frontispicio del edificio reza, en latín: “Ex fumo darem luxe".
Me desempeñaba como administrativo en los almacenes de la empresa, pero cuando llegaba el carbón para la producción de gas, debía instalarme en la balanza del dique para pesar los camiones que volcaban la carga en las carboneras que dan a la rambla sur. El paquete carbonero  que venia de Cardif, anclaba en la rada de nuestro puerto y un remolcador lo transportaba, luego, al muelle del dique. Toda una operación complicada que hoy, ni por asomo, se efectúa. La contabilización  debía hacerse en idioma inglés, por tanto, los nombres de los artículos, las fichas y todo lo concerniente al control de la tarea y las anotaciones de los trabajos que se realizaban en los talleres mecánicos del dique, se hacía, como digo, en ese  idioma. Calcúlese cuál era la pureza idiomática, cuando solo la cúpula, compuesta por tres o cuatro ingenieros e idóneos eran ingleses y  el resto, cercano a las mil personas- entre el personal del dique y  la planta de elaboración de gas- éramos criollos. Toda una época, toda una manera de trabajo, de pensamientos y requerimientos formales se estaban transformando sin darnos cuenta. El personal, sobretodo el del dique, estaba en gran parte compuesto por trabajadores sindicados. Pero en esos momentos aún no existían los consejos de salarios ni las ventajas sociales actuales. De cualquier modo ya se comenzaban a obtener -en la década del 40- en virtud de conquistas logradas por los sindicatos. Por consecuencia, se puede pensar que ya existía unanimidad de criterios sobre las posiciones ideológicas enfrentadas. El obrero  no estaba desubicado: sabía muy bien cu les eran las naciones implicadas en la beligerancia  y cu les  las posiciones socio-económicas en el concierto de esta contienda. Algunos  obreros eran verdaderos "capos" teóricos anarco-sindicalistas la mayoría- que tenían bien claro  su posición asumida. Un día, en un aparte, un peón a quien yo no conocía, me dijo  despectivamente: -"sos un espía alcahuete de los ingleses".  En ellos había un exceso de celo y desconfianza; una "bolsa de trabajo" proveía a la empresa de personal especializado. En el momento en que se declaró la guerra, se trabajaba a dos turnos de 8 horas, pero muy poco tiempo después, cuando las cosas se complicaron, fueron tres turnos. Una cuadrilla  operaba  en la rada durante la noche. Los principales clientes-que llegaban con  máxima  urgencia-eran los mismos ingleses provenientes de las Malvinas. Mensualmente arribaban al dique, dos barcos: el Laffone y el Fitz-Roy, as¡ como también otros de poco tonelaje pertenecientes a la marina mercante inglesa, que se veían obligados a reparar sus maquinarias. No recuerdo si en ese período se produjeron sabotajes, pero era notorio que la gente no trabajaba a desgano, más bien el ritmo era febril porque los salarios y horas extras sobrepasaban  a los  comunes pagados por otras empresas similares. Había que caminar a toda m quina, y los ingleses lo sabían: la guerra imponía su paso y cada hora  de espera en tierra, tenía su correlato en la carrera bélica.
La noticia de que el Graf Spee estaba en el puerto fue  traída esa mañana al dique por alguien que la hizo  correr como un buscapiés.
-Está en el puerto, con un bruto rumbo a proa.
-Ese  alemán no entra al dique.
-No tengas cuidado -le contestó otro-.Los ingleses lo van a acariciar cuando salga del puerto...
 Y siguieron los  chistes irónicos.
A media mañana  los comentarios hablan tomado una dimensión alarmante; se agrandaba y se retorcía lo que las radiodifusoras propalaban a los cuatro vientos. Era imposible sustraerse al impulso de las versiones más inverosímiles. El abejorreo impedía que el trabajo siguiera su marcha normal y tampoco yo pude zafarme del hechizo: me quemaba por saber más del suceso. Mi horario terminaba a las 10 y 30, y desde allí al puerto era una pasada de diez minutos en tranvía. No resistí y me trepé al primero que me llevaba hasta allí. Recuerdo que entré por la puerta  de la calle Colón,  sin ninguna clase de impedimento. Y allí estaba el señor, el monstruo, el fantasma, pegado al muro, como si saliera de entre los adoquines del pavimento del muelle principal. Su panza mostraba escandalosamente su formidable herida insangrienta, proferida sin anestesia por un obús inglés. ¡Qué sensación de pequeñez sentí  al estar junto a esta montaña de acero gris! podía casi tocarla con mis manos, rozar mi palma contra el casco para ver si podía limpiarle la sangre humana que, sin verse,  sin embargo se olía allí dentro, y se oían los  lamentos de dolor de los heridos. La angustia patética estaba pintada en los rostros de los marinos compañeros apostados al borde; y por el agujero del rumbo gigantesco se veía la barahúnda de su estructura interna, deshecha, como si alguien hubiese  arrojado al azar una montaña de desperdicios  dentro  de esa mole equivalente a un edificio de varios pisos. ¡Cómo pudo llegar hasta allí, con precisión milimétrica, entrando a la rada con la habilidad profesional de marinos desconocidos, por la noche, Sin un práctico experimentado! Todo el mundo conjeturaba, tratando de explicarse, al principio, cuáles fueron las razones que obligaron al capitán Langsdorff a recalar en nuestro puerto. Pero, aparte de la urgencia de las reparaciones, nos dimos cuenta que hubo otra razón, aún más importante: había que prestar ayuda médica  a decenas de hombres heridos que se estaban muriendo; y la necesidad de darles sepultura a 36 marinos muertos que venían a bordo. El acorazado entró a puerto esa madrugada, con sus luces apagadas, como arrastrándose, agonizante, pero como el Ave Fénix, se disponía a curarse para seguir peleando.

Apunte de Luis Carrero Blanco
   "El 14 de diciembre, la representación alemana en Montevideo, solicitó del gobierno uruguayo un plazo de quince días de permanencia en puerto para que el buque pudiera reparar sus averías. Parece ser que, de primera intención, el Gobierno del Uruguay se mostró dispuesto a conceder dicho plazo, incluso a que fuese mayor; pero horas más tarde -y  cabe pensar que por presiones del Ministro inglés (Mr. Milligton Drake)- designó una comisión de técnicos para que dictaminara sobre el tiempo que el buque tardarla en reparar las averías indispensables para poder hacerse a la mar. Los técnicos de esta comisión estimaron que las averías del casco podían quedar listas en setenta y dos horas, pero no apreciaron la importancia de las obras que era preciso hacer para que las cocinas y la panadería del buque, destrozadas por el fuego de los cruceros ingleses, quedaran en estado de ser utilizadas, lo que, evidentemente, tenía una gran importancia en un buque de m s de mil hombre de dotación que tenía que efectuar un viaje hasta Alemania.
El Art.17 del Convenio de La Haya, prescribe que no se harán en  puerto neutral a los buques beligerantes, más reparaciones que las indispensables a la seguridad de navegación, sin acrecentar su fuerza militar. ¿Qué interpretación podía darse a este artículo que ordena la reparación de las cocinas y panadería? ¿Se podía considerar estas obras como indispensables para la seguridad en la navegación, o cabía estimar que acrecentaban la fuerza militar del buque?...
Pero las presiones son las presiones, y el Gobierno Uruguayo comunicó al ministro alemán que el Admiral Graf Spee debía hacerse a la mar antes de las 20 hs. del día 17 de diciembre".
Engorroso debió ser el litigio para nuestro ministro de Relaciones Exteriores, que en ese momento ejercía el Dr. Alberto Guani.
La ruptura de las relaciones diplomáticas entre Uruguay y Alemania, se produjo el 24 de enero de 1942.
Esa tarde, el público, silencioso y dolorido, permanecía de pie junto al buque, como si  le estuviera haciendo una guardia de honor. Y, en verdad, que tácitamente se le estaba hac¡endo, ya  que el dolor  por el semejante no tiene  fronteras para manifestarse en tales circunstancias. Hoy, a los sesenta años de ese suceso, no  es menor mi pena, ni el dolor que siento por la muerte prematura de esos muchachos alemanes, as¡ como también por los ingleses jóvenes que se sumaron al holocausto de una guerra que recién empezaba. Yo me pregunto si en este lapso no ha podido el hombre recapitular sobre su barbarie tanto como para evitar la atrocidad de otras guerras que se vislumbran en el horizonte...
Y as¡ fue. Ese domingo, 17 de diciembre de 1939, poco después del mediodía, bajo una apacible atmósfera de bonanza, que aparentemente alejaba de nuestra ciudad la posibilidad de un bombardeo,  una de las conjeturas  irracionales que corrían, el gigante herido, escorado a estribor, fue saliendo de la rada, como un paralítico que arrastra sus piernas dificultosamente. Yo me había ubicado sobre los  empinados canteros de gramilla de la parte trasera del cementerio Central, como uno más, dispuesto a presenciar un espectáculo. La población montevideana estaba asistiendo, impávida, a uno de los acontecimientos bélicos más importantes de la Segunda Guerra Mundial, sin tener para nada en cuenta el azar inesperado que  nos juega una mala pasada en la determinación de los hechos. En un segundo se modifica el curso de la historia sin tener uno la posibilidad de ser actor participante.  Pero también resulta doloroso saber que son los hombres que  hacen y deshacen a su arbitrio las estructuras del mundo en que nos movemos, y  que la humanidad las modifica en un abrir y cerrar de ojos. En ese momento yo tenía la atención puesta en el desplazamiento perezoso del herido. Miles de conciudadanos -quizá  con familiares en Europa- podrían también estar junto a m¡ con la mente puesta en los horrores de los campos de batalla, rezando con toda la fuerza de sus convicciones, en un acto de misticismo ¡integro. Mirábamos, sin mirar, el apacible  e inocente mar, con los ojos enrojecidos por la vigilia y la fatiga. Miles de espectadores asistían a la consumación de un acto imprevisible, con el corazón oprimido por la angustia y la expectativa. El silencio solemnizaba un paisaje inerte, en donde también los estáticos edificios de la rambla, impávidos armonizaban en ese gran telón de la zozobra.
El gigante pareció haberse detenido: no debíamos perder el más mínimo detalle. Diríase que el mundo no respiraba.
Súbitamente detonó el espacio, ese espacio ingrávido y solemne como la pintura de un paisaje lunar, y desde el cuerpo del gigante, se alzó, simultáneamente a la explosión, una gran columna de humo y fuego; y un objeto indescriptible se remonta espiralando el aire y se perdió entre una  nube  enormemente negra.
¡Horror, horror! ¡Montevideo escenario de un espectáculo dantesco nunca visto!  La expectativa paralizante duró varios segundos, pero la gente comenzó a interrogarse, azorada:-¿y los marinos alemanes?  ¿Dónde están? ¿Dónde quedaron? ¿Será posible que se hayan inmolado? Desde una difusora se propaló: "¡es casi seguro que hayan quedado atrapados! ¡Hasta se podría decir que desde acá se huele la carne humana quemada! ¡Dios mío!-continuaba el locutor- ¿será posible?".
Esta suposición enfermiza del locutor caló en los  ánimos predispuestos. Cientos de personas empezaron a llorar y a proferir hayes y lamentaciones... ¿Será posible que esos bárbaros alemanes  se hayan sacrificado? Comenzó la psicosis colectiva a hacerse presente y todo el mundo, luego, perdía la razón diciendo las tonterías más ñoñas jamás escuchadas.
Casi inmediatamente, el cielo comenzó a poblarse de aviones que surgían, como por arte de magia. En  la línea del horizonte aparecieron súbitamente las siluetas borrosas de dos barcos de guerra: eran el Achilles y el Cumberland que lo vigilaban  de cerca dispuestos a liquidarlo no bien lo tuvieran a tiro. El buque comenzó a escorarse muy suavemente y desde nuestro lugar, solo veíamos una inmensa hoguera que lo envolvía con un manto de humo espesísimo. Casi no se distinguía la torre mayor, que en el puerto me había llamado la atención su enorme altura. El gris plateado que  lucía su estructura, le daba la majestuosidad de algo indestructible; no  nos podíamos convencer que un monstruo construido para vencer en las batallas, fuera a convertirse, en pocos minutos, en una hoguera.
Pero esa tarde en vista de que no había posibilidad de  combatir, por inferioridad de condiciones, ni de escapar a lo que el Comandante llamó "la trampa de Montevideo", decide hundir el barco.
Creo de interés transcribir la carta que el Comandante H. Langsdorff le envía al embajador alemán en Montevideo.
"19 de de diciembre de 1939.
Excelencia:

Hans Langsdorff

Tras larga lucha decidí hundir mi barco para evitar que cayera en manos enemigas. No podía combatir con las escasas municiones que tenía. Un combate quizá hubiera provocado que mi barco cayera en poder del adversario Como mi decisión podía ser interpretada erróneamente por personas que ignorasen estos motivos, decidí aceptar las consecuencias inherentes y seguir el destino de mi buque Arreglado el bienestar de la dotación a mi mando, al no poder ya tomar parte en la lucha activa por mi país, solo me queda demostrar que los combatientes del III Reich están dispuestos a morir por el honor de su bandera. Enfrentándome con mi destino, con fe ciega en mi patria y en mi Führer.
Esta carta que escribo después de una sosegada meditación en la quietud de la tarde, se la dirijo a Vuestra Excelencia para que informe a mis jefes superiores y desmienta, si fuera necesario, los rumores públicos.
Hans Langsdorff."

El acorazado permaneció varias semanas sin querer desaparecer bajo las aguas. Dijérase que pretendía ser el testimonio fehaciente más cruel y patético que quedaría como un recuerdo imborrable para las futuras generaciones. Nuestro crucero Uruguay, apostado a unas tres millas de distancia, entre el barco y la costa, hacía su guardia perenne con su tripulación alerta. Recuerdo que el señor Márquez, un comensal de la pensión en donde yo vivía, diariamente  subía a mi pieza y me pedía los prismáticos para observar  de cerca el "Uruguay". Mi altillo en cuestión estaba situado frente al viejo mercado  de la calle Reconquista y desde ah¡ parecía tener el Graf-Spee a mis pies. -"Es que  mi hijo está haciendo guardia en el "Uruguay", ¿sabe?"- me confesó un día, angustiado, el señor Márquez.
El barco permaneció  durante años, en el mismo lugar, sin moverse un milímetro. Luego me enteré que piratas-ladrones, poco a poco, se llevaron la obra muerta, material de bronce de gran valor, como chatarra hasta que, finalmente, lo dinamitaron sin quedar vestigios testimoniales de lo que fue "La Batalla del Río de la Plata".
Esta es la historia que me propuse contar a mis coterráneos; historia que subyace  en mi recuerdo vivo y que debo contarla como si tuviera una obligación  con los jóvenes de mi ciudad.

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