Te destruiremos en nombre del
Señor
Ángel Juárez Masares
Empédocles de Agrigento
fue un filósofo y político griego que vivió entre los años 495 y 430 a .C. y que postuló la
teoría de las cuatro raíces -a la que Aristóteles más tarde llamaría elementos-
juntando el agua de Tales de Mileto, el fuego de Heráclito, el aire de
Anaxímenes y la tierra de Jenófanes, las
cuales se mezclan en los distintos entes sobre la Tierra. Estas raíces
están sometidas a dos fuerzas que pretenden explicar el movimiento (generación
y corrupción) en el mundo: el Amor, que las une, y el Odio, que las separa.
Esta teoría explica el cambio y a la vez la permanencia de los seres del mundo.
Empédocles llegó a
descubrir secretos que estaban fuera de la comprensión humana, y buscó el
origen de cada cosa sabiéndolo ajeno a los hombres y a los dioses.
Según este filósofo y
político, los hombres concedían importancia a las ciudades, las Instituciones,
a la guerra, a la paz, e imaginaban que eran vigilados por los dioses; mas, él
creía que no lo hacían, y que en realidad el mundo giraba alrededor de otros
ejes, alejando a los hombres de la divinidad que –sin embargo al enfrentarlos-
hacía que se destruyeran a millares.
A casi 2.500 años del
pensamiento de Empédocles, las matanzas en nombre de los dioses acaecidas a lo
largo de la historia de la humanidad cobran inaudita vigencia.
Hoy asistimos a una
escalada más en la interminable guerra entre judíos y palestinos que comenzara
al día siguiente en que la
Organización de las Naciones Unidas aprobó –en noviembre de
1947- la división de Palestina en dos
estados, uno judío y otro árabe, así como la jurisdicción internacional sobre
Jerusalén, ciudad santa para judíos, musulmanes y cristianos.
Sabemos que el tema es tan
complejo que no es intención emitir juicios ni elaborar un discurso sobre
política internacional, que para ello existen personas especializadas en esos
asuntos. Sí queremos detenernos por un momento en la influencia de los dioses
en la humanidad, y en la posibilidad que alguna vez el hombre no ponga en manos
de ellos la búsqueda de objetivos que poco tienen que ver con la divinidad,
como la economía y el Poder, quizá hasta en ese orden, pues la una es el
sustento del otro.
Repasar la universalidad
del sentido religioso; escudriñar el móvil de las acciones humanas llevadas a
cabo en nombre de los dioses, y procurar encontrar algunas razones que las
justifiquen, ha dado como resultado un cúmulo de literatura que termina
transformándose en la mas consistente “torre de Babel” que pueda imaginarse.
Las pruebas de la
existencia de Dios, deducidas, ya de la metafísica, ya del orden y armonía de
la naturaleza, no tienen mas asidero que la creencia universal de los pueblos
en poderes sobrehumanos y en la noción de un Ser Supremo surgido antiguamente
en el seno del politeísmo mas complejo.
Y fue la necesidad de
creer en algo que llevó al hombre a elevar a ese Dios oculto una plegaria en
horas de terror, angustia, o esperanza;
y fue el propio hombre quien luego utilizó ese mismo Dios –quizá bien
intencionado- para dominar a sus congéneres por el miedo. Así la idea
primigenia fue mutando, y poniendo a la divinidad –no como un bienhechor digno
de veneración- sino como un ser vengativo y temible del cual es prudente
conjurar rencores y aplacar su cólera.
Por esa razón quizá el
pensamiento de Empédocles de Agrigento tenga hoy igual vigencia que hace 2.500
años, y las guerras por la primacía del espíritu surgidas entre cristianos y
musulmanes –solo por tomar las mas conocidas- hayan devenido en la actualidad
en un mero pretexto para satisfacer las ambiciones terrenales.
Que el planeta se retuerce
de dolor no es hoy un eufemismo. El cambio climático, la desaparición de
especies animales y vegetales, la contaminación ambiental, la crispación de las
naciones que mienten y firman tratados que jamás cumplen, son algunas muestras
de la marcha hacia un inevitable destino de destrucción. No habrá entonces otra
opción para los adoradores de los dioses, que continuar creyendo en ellos y en
la promesa de encontrar la paz y la felicidad eterna, ya sea en “el paraíso” de
los cristianos, o en el “al-janna” de los musulmanes. Mientras tanto, mezclados
con los rezos y loas a los ideales supremos de amor que todos pregonan, los
“fieles” del mundo se lanzan balas, bombas, y misiles, en la mayor muestra de
la condición contradictoria que el hombre trae desde su esencia, o –si lo
queremos más científico- desde la espiral de su ADN.
Antes hablábamos de la
posibilidad que alguna vez el hombre no ponga en manos de los dioses la
búsqueda de objetivos que poco tienen que ver con la divinidad.
Quizá este extremo sea
solo una expresión de deseo, o que en realidad no contribuya al mejor
entendimiento humano…mas, a la vista del fracaso de otro tipo de negociaciones,
¿Cuál sería la importancia de perder algo de tiempo en ello? Sobre todo cuando
se han esfumado 2.000 años en guerras “santas”.
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