Gabo:
“El periodismo es una pasión insaciable”
“A una universidad colombiana se le preguntó cuáles son
las pruebas de aptitud y vocación que se hacen a quienes desean estudiar
periodismo y la respuesta fue terminante: “Los periodistas no son artistas”.
Estas reflexiones, por el contrario, se fundan precisamente en la certidumbre
de que el periodismo escrito es un género literario.
Hace unos cincuenta años no estaban de moda las
escuelas de periodismo. Se aprendía en las salas de redacción, en los talleres
de imprenta, en el cafetín de enfrente, en las parrandas de los viernes. Todo
el periódico era una fábrica que formaba e informaba sin equívocos, y generaba
opinión dentro de un ambiente de participación que mantenía la moral en su
puesto. Pues los periodistas andábamos siempre juntos, hacíamos vida común, y
éramos tan fanáticos del oficio que no hablábamos de nada distinto que del
oficio mismo. El trabajo llevaba consigo una amistad de grupo que inclusive
dejaba poco margen para la vida privada. No existían las juntas de redacción
institucionales, pero a las cinco de la tarde, sin convocatoria oficial, todo
el personal de planta hacía una pausa de respiro en las tensiones del día y
confluía a tomar el café en cualquier lugar de la redacción. Era una tertulia
abierta donde se discutían en caliente los temas de cada sección y se le daban
los toques finales a la edición de mañana. Los que no aprendían en aquellas
cátedras ambulatorias y apasionadas de veinticuatro horas diarias, o los que se
aburrían de tanto hablar de los mismo, era porque querían o creían ser
periodistas, pero en realidad no lo eran.
El periódico cabía entonces en tres grandes secciones:
noticias, crónicas y reportajes, y notas editoriales. La sección más delicada y
de gran prestigio era la editorial. El cargo más desvalido era el de reportero,
que tenía al mismo tiempo la connotación de aprendiz y cargaladrillos. El
tiempo y el mismo oficio han demostrado que el sistema nervioso del periodismo
circula en realidad en sentido contrario. Doy fe: a los diecinueve años -siendo
el peor estudiante de derecho- empecé mi carrera como redactor de notas
editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de
las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso.
La misma práctica del oficio imponía la necesidad de
formarse una base cultural, y el mismo ambiente de trabajo se encargaba de
fomentarla. La lectura era una adicción laboral. Los autodidactas suelen ser
ávidos y rápidos, y los de aquellos tiempos lo fuimos de sobra para seguir
abriéndole paso en la vida al mejor oficio del mundo… como nosotros mismos lo
llamábamos. Alberto Lleras Camargo, que fue periodista siempre y dos veces
presidente de Colombia, no era ni siquiera bachiller.
La creación posterior de las escuelas de periodismo fue
una reacción escolástica contra el hecho cumplido de que el oficio carecía de
respaldo académico. Ahora ya no son sólo para la prensa escrita sino para todos
los medios inventados y por inventar.
Pero en su expansión se llevaron de calle hasta el
nombre humilde que tuvo el oficio desde sus orígenes en el siglo XV, y ahora no
se llama periodismo sino Ciencias de la Comunicación o Comunicación Social. El
resultado, en general, no es alentador. Los muchachos que salen ilusionados de las
academias, con la vida por delante, parecen desvinculados de la realidad y de
sus problemas vitales, y prima un afán de protagonismo sobre la vocación y las
aptitudes congénitas. Y en especial sobre las dos condiciones más importantes:
la creatividad y la práctica.
La mayoría de los graduados llegan con deficiencias
flagrantes, tienen graves problemas de gramática y ortografía, y dificultades
para una comprensión reflexiva de textos. Algunos se precian de que pueden leer
al revés un documento secreto sobre el escritorio de un ministro, de grabar
diálogos casuales sin prevenir al interlocutor, o de usar como noticia una
conversación convenida de antemano como confidencial. Lo más grave es que estos
atentados éticos obedecen a una noción intrépida del oficio, asumida a
conciencia y fundada con orgullo en la sacralización de la primicia a cualquier
precio y por encima de todo. No los conmueve el fundamento de que la mejor
noticia no es siempre la que se da primero sino muchas veces la que se da
mejor. Algunos, conscientes de sus deficiencias, se sienten defraudados por la
escuela y no les tiembla la voz para culpar a sus maestros de no haberles
inculcado las virtudes que ahora les reclaman, y en especial la curiosidad por
la vida.
Es cierto que estas críticas valen para la educación
general, pervertida por la masificación de escuelas que siguen la línea viciada
de lo informativo en vez de lo formativo. Pero en el caso específico del
periodismo parece ser, además, que el oficio no logró evolucionar a la misma velocidad
que sus instrumentos, y los periodistas se extraviaron en el laberinto de una
tecnología disparada sin control hacia el futuro. Es decir, las empresas se han
empeñado a fondo en la competencia feroz de la modernización material y han
dejado para después la formación de su infantería y los mecanismos de
participación que fortalecían el espíritu profesional en el pasado. Las salas
de redacción son laboratorios asépticos para navegantes solitarios, donde
parece más fácil comunicarse con los fenómenos siderales que con el corazón de
los lectores. La deshumanización es galopante.
No es fácil entender que el esplendor tecnológico y el
vértigo de las comunicaciones, que tanto deseábamos en nuestros tiempos, hayan
servido para anticipar y agravar la agonía cotidiana de la hora del cierre. Los
principiantes se quejan de que los editores les conceden tres horas para una
tarea que en el momento de la verdad es imposible en menos de seis, que les
ordenan material para dos columnas y a la hora de la verdad sólo les asignan
media, y en el pánico del cierre nadie tiene tiempo ni humor para explicarles
por qué, y menos para darles u
na palabra de consuelo. “Ni siquiera nos
regañan”, dice un reportero novato ansioso de comunicación directa con sus
jefes. Nada: el editor que antes era un papá sabio y compasivo, apenas si tiene
fuerzas y tiempo para sobrevivir él mismo a las galeras de la tecnología.
Creo que es la prisa y la restricción del espacio lo
que ha minimizado el reportaje, que siempre tuvimos como el género estrella,
pero que es también el que requiere más tiempo, más investigación, más
reflexión, y un dominio certero del arte de escribir. Es en realidad la
reconstitución minuciosa y verídica del hecho. Es decir: la noticia completa,
tal como sucedió en la realidad, para que el lector la conozca como si hubiera
estado en el lugar de los hechos.
Antes que se inventaran el teletipo y el télex, un
operador de radio con vocación de mártir capturaba al vuelo las noticias del
mundo entre silbidos siderales, y un redactor erudito las elaboraba completas
con pormenores y antecedentes, como se reconstruye el esqueleto entero de un
dinosaurio a partir de una vértebra. Sólo la interpretación estaba vedada,
porque era un dominio sagrado del director, cuyos editoriales se presumían
escritos por él, aunque no lo fueran, y casi siempre con caligrafías célebres
por lo enmarañadas. Directores históricos tenían linotipistas personales para
descifrarlas.
Un avance importante en este medio siglo es que ahora
se comenta y se opina en la noticia y en el reportaje, y se enriquece el
editorial con datos informativos. Sin embargo, los resultados no parecen ser
los mejores, pues nunca como ahora ha sido tan peligroso este oficio. El empleo
desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas permite equívocos
inocentes o deliberados, manipulaciones malignas y tergiversaciones venenosas
que le dan a la noticia la magnitud de un arma mortal. Las citas de fuentes que
merecen entero crédito, de personas generalmente bien informadas o de altos
funcionarios que pidieron no revelar su nombre, o de observadores que todo lo
saben y que nadie ve, amparan toda clase de agravios impunes. Pero el culpable
se atrinchera en su derecho de no revelar la fuente, sin preguntarse si él
mismo no es un instrumento fácil de esa fuente que le transmitió la información
como quiso y arreglada como más le convino. Yo creo que sí: el mal periodista
piensa que su fuente es su vida misma -sobre todo si es oficial- y por eso la
sacraliza, la consiente, la protege, y termina por establecer con ella una
peligrosa relación de complicidad, que lo lleva inclusive a menospreciar la
decencia de la segunda fuente.
Aun a riesgo de ser demasiado anecdótico, creo que hay
otro gran culpable en este drama: la grabadora. Antes de que ésta se inventara,
el oficio se hacía bien con tres recursos de trabajo que en realidad eran uno
sólo: la libreta de notas, una ética a toda prueba, y un par de oídos que los
reporteros usábamos todavía para oír lo que nos decían. El manejo profesional y
ético de la grabadora está por inventar. Alguien tendría que enseñarles a los
colegas jóvenes que la casete no es un sustituto de la memoria, sino una
evolución de la humilde libreta de apuntes que tan buenos servicios prestó en
los orígenes del oficio. La grabadora oye pero no escucha, repite -como un loro
digital- pero no piensa, es fiel pero no tiene corazón, y a fin de cuentas su
versión literal no será tan confiable como la de quien pone atención a las
palabras vivas del interlocutor, las valora con su inteligencia y las califica
con su moral. Para la radio tiene la enorme ventaja de la literalidad y la
inmediatez, pero muchos entrevistadores no escuchan las respuestas por pensar
en la pregunta siguiente.
La grabadora es la culpable de la magnificación viciosa
de la entrevista. La radio y la televisión, por su naturaleza misma, la
convirtieron en el género supremo, pero también la prensa escrita parece
compartir la idea equivocada de que la voz de la verdad no es tanto la del
periodista que vio como la del entrevistado que declaró. Para muchos redactores
de periódicos la transcripción es la prueba de fuego: confunden el sonido de
las palabras, tropiezan con la semántica, naufragan en la ortografía y mueren
por el infarto de la sintaxis. Tal vez la solución sea que se vuelva a la pobre
libretita de notas para que el periodista vaya editando con su inteligencia a
medida que escucha, y le deje a la grabadora su verdadera categoría de testigo
invaluable. De todos modos, es un consuelo suponer que muchas de las transgresiones
éticas, y otras tantas que envilecen y avergüenzan al periodismo de hoy, no son
siempre por inmoralidad, sino también por falta de dominio profesional.
Tal vez el infortunio de las facultades de Comunicación
Social es que enseñan muchas cosas útiles para el oficio, pero muy poco del
oficio mismo. Claro que deben persistir en sus programas humanísticos, aunque
menos ambiciosos y perentorios, para contribuir a la base cultural que los
alumnos no llevan del bachillerato. Pero toda la formación debe estar
sustentada en tres pilares maestros: la prioridad de las aptitudes y las
vocaciones, la certidumbre de que la investigación no es una especialidad del
oficio sino que todo el periodismo debe ser investigativo por definición, y la
conciencia de que la ética no es una condición ocasional, sino que debe
acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón.
El objetivo final debería ser el retorno al sistema
primario de enseñanza mediante talleres prácticos en pequeños grupos, con un
aprovechamiento crítico de las experiencias históricas, y en su marco original
de servicio público. Es decir: rescatar para el aprendizaje el espíritu de la
tertulia de las cinco de la tarde.
Un grupo de periodistas independientes estamos tratando
de hacerlo para toda la América Latina desde Cartagena de Indias, con un
sistema de talleres experimentales e itinerantes que lleva el nombre nada
modesto de Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano. Es una
experiencia piloto con periodistas nuevos para trabajar sobre una especialidad
específica -reportaje, edición, entrevistas de radio y televisión, y tantas
otras- bajo la dirección de un veterano del oficio.
En respuesta a una convocatoria pública de la
Fundación, los candidatos son propuestos por el medio en que trabajan, el cual
corre con los gastos del viaje, la estancia y la matrícula. Deben ser menores
de treinta años, tener una experiencia mínima de tres, y acreditar su aptitud y
el grado de dominio de su especialidad con muestras de las que ellos mismos consideren
sus mejores y sus peores obras.
La duración de cada taller depende de la disponibilidad
del maestro invitado -que escasas veces puede ser de más de una semana-, y éste
no pretende ilustrar a sus talleristas con dogmas teóricos y prejuicios
académicos, sino foguearlos en mesa redonda con ejercicios prácticos, para
tratar de transmitirles sus experiencias en la carpintería del oficio. Pues el
propósito no es enseñar a ser periodistas, sino mejorar con la práctica a los
que ya lo son. No se hacen exámenes ni evaluaciones finales, ni se expiden
diplomas ni certificados de ninguna clase: la vida se encargará de decidir
quién sirve y quién no sirve.
Trescientos veinte periodistas jóvenes de once países
han participado en veintisiete talleres en sólo año y medio de vida de la
Fundación, conducidos por veteranos de diez nacionalidades. Los inauguró Alma
Guillermoprieto con dos talleres de crónica y reportaje. Terry Anderson dirigió
otro sobre información en situaciones de peligro, con la colaboración de un general
de las Fuerzas Armadas que señaló muy bien los límites entre el heroísmo y el
suicidio. Tomás Eloy Martínez, nuestro cómplice más fiel y encarnizado, hizo un
taller de edición y más tarde otro de periodismo en tiempos de crisis. Phil
Bennet hizo el suyo sobre las tendencias de la prensa en los Estados Unidos y
Stephen Ferry lo hizo sobre fotografía. El magnifico Horacio Bervitsky y el
acucioso Tim Golden exploraron distintas áreas del periodismo investigativo, y
el español Miguel Ángel Bastenier dirigió un seminario de periodismo
internacional y fascinó a sus talleristas con un análisis crítico y brillante
de la prensa europea.
Uno de gerentes frente a redactores tuvo resultados muy
positivos, y soñamos con convocar el año entrante un intercambio masivo de
experiencias en ediciones dominicales entre editores de medio mundo. Yo mismo
he incurrido varias veces en la tentación de convencer a los talleristas de que
un reportaje magistral puede ennoblecer a la prensa con los gérmenes diáfanos
de la poesía.
Los beneficios cosechados hasta ahora no son fáciles de
evaluar desde un punto de vista pedagógico, pero consideramos como síntomas
alentadores el entusiasmo creciente de los talleristas, que son ya un fermento
multiplicador del inconformismo y la subversión creativa dentro de sus medios,
compartido en muchos casos por sus directivas. El solo hecho de lograr que
veinte periodistas de distintos países se reúnan a conversar cinco días sobre
el oficio ya es un logro para ellos y para el periodismo. Pues al fin y al cabo
no estamos proponiendo un nuevo modo de enseñarlo, sino tratando de inventar
otra vez el viejo modo de aprenderlo.
Los medios harían bien en apoyar esta operación de
rescate. Ya sea en sus salas de redacción, o con escenarios construidos a
propósito, como los simuladores aéreos que reproducen todos los incidentes del
vuelo para que los estudiantes aprendan a sortear los desastres antes de que se
los encuentren de verdad atravesados en la vida. Pues el periodismo es una
pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación
descarnada con la realidad. Nadie que no la haya padecido puede imaginarse esa
servidumbre que se alimenta de las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo
haya vivido puede concebir siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la
noticia, el orgasmo de la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que
no haya nacido para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir
en un oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada
noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz
mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente”.
Gabriel García Márquez
Discurso que ofreció ante la 52º Asamblea de la
Sociedad Interamericana de Prensa.
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