La
soledad de
América Latina
Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó
a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por
nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una
aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el
lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del
macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara.
Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de
camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que
encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante
enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen.

La independencia del dominio español no nos puso a
salvo de la demencia. El general Antonio López de Santa Anna, que fue tres
veces dictador de México, hizo enterrar con funerales magníficos la pierna
derecha que había perdido en la llamada Guerra de los Pasteles. El general
Gabriel García Morena gobernó al Ecuador durante 16 años como un monarca absoluto,
y su cadáver fue velado con su uniforme de gala y su coraza de condecoraciones
sentado en la silla presidencial. El general Maximiliano Hernández Martínez, el
déspota teósofo de El Salvador que hizo exterminar en una matanza bárbara a 30
mil campesinos, había inventado un péndulo para averiguar si los alimentos
estaban envenenados, e hizo cubrir con papel rojo el alumbrado público para
combatir una epidemia de escarlatina. El monumento al general Francisco
Morazán, erigido en la plaza mayor de Tegucigalpa, es en realidad una estatua
del mariscal Ney comprada en París en un depósito de esculturas usadas.

De Chile, país de tradiciones hospitalarias, ha huido
un millón de personas: el 12 por ciento de su población. El Uruguay, una nación
minúscula de dos y medio millones de habitantes que se consideraba como el pais
más civilizado del continente, ha perdido en el destierro a uno de cada cinco
ciudadanos. La guerra civil en El Salvador ha causado desde 1979 casi un
refugiado cada 20 minutos. El país que se pudiera hacer con todos los exiliados
y emigrados forzosos de América Latina, tendría una población más numerosa que
Noruega.
Me atrevo a pensar, que es esta realidad descomunal, y
no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la
Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que
vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes
cotidianas, y que sustenta un manantial de creación insaciable, pleno de
desdicha y de belleza, del cual este colombiano errante y nostálgico no es más
que una cifra más señalada por la suerte. Poetas y mendigos, músicos y
profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad
desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el
desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos
convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de
nuestra soledad.
Pues si estas dificultades nos entorpecen a nosotros,
que somos de su esencia, no es difícil entender que los talentos racionales de
este lado del mundo, extasiados en la contemplación de sus propias culturas, se
hayan quedado sin un método válido para interpretarnos. Es comprensible que
insistan en medirnos con la misma vara con que se miden a sí mismos, sin
recordar que los estragos de la vida no son iguales para todos, y que la
búsqueda de la identidad propia es tan ardua y sangrienta para nosotros como lo
fue para ellos. La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo
contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada
vez más solitarios. Tal vez la Europa venerable sería más comprensiva si
tratara de vernos en su propio pasado. Si recordara que Londres necesitó 300
años para construirse su primera muralla y otros 300 para tener un obispo, que
Roma se debatió en las tinieblas de la incertidumbre durante 20 siglos antes de
que un rey etrusco la implantara en la historia, y que aun en el siglo XVI los
pacíficos suizos de hoy, que nos deleitan con sus quesos mansos y sus relojes
impávidos, ensangrentaron a Europa como soldados de fortuna. Aun en el apogeo
del Renacimiento, 12 mil lansquenetes a sueldo de los ejércitos imperiales
saquearon y devastaron a Roma, y pasaron a cuchillo a ocho mil de sus
habitantes.
No pretendo encarnar las ilusiones de Tonio Kröger,
cuyos sueños de unión entre un norte casto y un sur apasionado exaltaba Thomas
Mann hace 53 años en este lugar. Pero creo que los europeos de espíritu
clarificador, los que luchan también aquí por una patria grande más humana y
más justa, podrían ayudarnos mejor si revisaran a fondo su manera de vernos. La
solidaridad con nuestros sueños no nos hará sentir menos solos, mientras no se
concrete con actos de respaldo legítimo a los pueblos que asuman la ilusión de
tener una vida propia en el reparto del mundo.
América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil
sin albedrío, ni tiene nada de quimérico que sus designios de independencia y
originalidad se conviertan en una aspiración occidental. No obstante, los
progresos de la navegación que han reducido tantas distancias entre nuestras
Américas y Europa, parecen haber aumentado en cambio nuestra distancia
cultural. ¿Por qué la originalidad que se nos admite sin reservas en la
literatura se nos niega con toda clase de suspicacias en nuestras tentativas
tan difíciles de cambio social? ¿Por qué pensar que la justicia social que los
europeos de avanzada tratan de imponer en sus países no puede ser también un
objetivo latinoamericano con métodos distintos en condiciones diferentes? No:
la violencia y el dolor desmesurados de nuestra historia son el resultado de
injusticias seculares y amarguras sin cuento, y no una confabulación urdida a 3
mil leguas de nuestra casa. Pero muchos dirigentes y pensadores europeos lo han
creído, con el infantilismo de los abuelos que olvidaron las locuras
fructíferas de su juventud, como si no fuera posible otro destino que vivir a
merced de los dos grandes dueños del mundo. Este es, amigos, el tamaño de
nuestra soledad.
Sin embargo, frente a la opresión, el saqueo y el
abandono, nuestra respuesta es la vida. Ni los diluvios ni las pestes, ni las
hambrunas ni los cataclismos, ni siquiera las guerras eternas a través de los
siglos y los siglos han conseguido reducir la ventaja tenaz de la vida sobre la
muerte. Una ventaja que aumenta y se acelera: cada año hay 74 millones más de
nacimientos que de defunciones, una cantidad de vivos nuevos como para aumentar
siete veces cada año la población de Nueva York. La mayoría de ellos nacen en
los países con menos recursos, y entre éstos, por supuesto, los de América
Latina. En cambio, los países más prósperos han logrado acumular suficiente
poder de destrucción como para aniquilar cien veces no sólo a todos los seres
humanos que han existido hasta hoy, sino la totalidad de los seres vivos que
han pasado por este planeta de infortunios.
Un día como el de hoy, mi maestro William Faulkner dijo
en este lugar: “Me niego a admitir el fin del hombre”. No me sentiría digno de
ocupar este sitio que fue suyo si no tuviera la conciencia plena de que por
primera vez desde los orígenes de la humanidad, el desastre colosal que él se
negaba a admitir hace 32 años es ahora nada más que una simple posibilidad
científica. Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo
humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo
creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde
para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora
utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir,
donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las
estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una
segunda oportunidad sobre la tierra.
·
Discurso de Gabriel García Márquez al
recibir el Premio Nobel de Literatura, el 8 de diciembre de 1982.
Audio
del Discurso de
Gabriel García Márquez, al recibir el Premio Nobel de Literatura en 1982
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