Una
conversación entre García Márquez y Akira Kurosawa
Publicada originalmente en el diario Los Angeles Times
en 1991 e incluida luego en el libro No lo comprendo, no lo comprendo, de
Kurosawa, a continuación reproducimos la conversación entre el escritor y el
cineasta, quienes compartían un pasado como periodistas.
En el último día de octubre de 1990, en Tokio, mientras
Kurosawa filmaba su penúltima película, Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu no
kyōshikyoku, 1991), escritor y director se reunieron para hablar sobre las
diferencias entre el lenguaje literario y el cinematográfico, y las
dificultades de la adaptación del primero al segundo. Con motivo del tema
central de Rapsodia en agosto, abordaron las consecuencias físicas,
espirituales e históricas del bombardeo nuclear de Nagasaki en 1945 y la
reacción del victimario, Estados Unidos: la instauración de una maquinaria del
olvido en Japón, con auspicio de éste, en lugar de la aceptación de su crimen y
el pedido público de perdón. También ahondaron sobre las condiciones de la
felicidad, los límites del hombre, y, claro, las implicaciones de esto en el
arte. Se trata de un duelo amistoso entre dos de las mentes más afiladas y
apasionadas de su tiempo, mostrando una profunda preocupación por dejar, a
través de su trabajo, un legado positivo para la humanidad.
Gabriel García Márquez: No quiero que esta conversación
entre amigos se parezca a una entrevista periodística, pero tengo gran
curiosidad por saber muchas cosas sobre usted y su trabajo. Para comenzar,
estoy interesado en saber cómo escribe sus guiones, pues yo también soy
guionista, y porque usted ha hecho estupendas adaptaciones de libros de la
literatura universal, y tengo muchas dudas sobre las adaptaciones que se han
hecho o se puedan hacer de mis obras.
Akira Kurosawa: Cuando tengo una idea original sobre cualquier
cosa y deseo pasarla y convertirla en una película, me encierro en la
habitación de un hotel, con papel y lápiz. En ese instante suelo tener ya una
idea sobre el asunto y conozco también, más o menos, cómo sería su final. Si no
sé cuál es la primera escena, sigo el curso de las ideas, que brotan
naturalmente.
—¿Lo primero que le viene a la cabeza es una idea o una
imagen?
—No puedo explicarlo muy bien. Pero creo que todo
empieza con una serie de imágenes dispersas. Por contraste, pienso que aquí en
Japón los guionistas primero crean una visión general de la obra, organizándola
por escenas, y después sistematizan el tema antes de empezar a escribir. Pero
no sé cuál es el modo correcto de hacerlo, dado que no somos dioses.
—¿Ha seguido este método intuitivo cuando ha adaptado a
Shakespeare, Gorki o Dostoievski?
—Algunos directores creen que no existen grandes
dificultades en transformar unas imágenes literarias en imágenes
cinematográficas. Le pondré un ejemplo, al adaptar una novela de detectives en la
que encuentran un cadáver en las vías del tren, un joven director insistía en
que el lugar preciso del asesinato coincidía a la perfección con la descripción
del libro. «Se equivoca —le dije—, el problema es que usted ya ha leído la
novela y sabe que encontraron un cuerpo junto a las vías del tren. Pero para la
gente que no ha leído el libro, no hay nada especial en este lugar». El joven
director estaba cautivado por la magia de la novela sin percatarse de que las
imágenes cinematográficas deben ser expresadas de modo diferente.
—¿Puede usted recordar alguna imagen de la vida real
que considere que sea imposible de realizar en una película?
—Sí. La de una ciudad minera llamada Ilidachi en la que
trabajé como ayudante de dirección cuando era muy joven. El director había
declarado, con un simple vistazo, que la atmósfera era magnífica, extraña, y
que esa era la razón por la que deberíamos rodar allí. Las imágenes mostraban
solamente una ruinosa ciudad minera, pero faltaba algo que nosotros conocíamos:
las condiciones de trabajo eran peligrosas y las mujeres y los niños de los
mineros vivían atemorizados por su inseguridad. Cuando se mira al pueblo, se
confunde el paisaje con ese sentimiento y lo que se percibe es lo extraño que
resulta en realidad. Pero la cámara no lo ve con los mismos ojos.
—La verdad es que conozco muy pocos novelistas que
estén satisfechos con las adaptaciones de sus libros al cine. ¿Qué experiencia
tiene con sus adaptaciones?
—Permítame, primero, una pregunta, ¿ha visto mi
película Barbarroja?
—La he visto seis veces en los últimos veinte años y
les hablé a mis hijos de ella, casi diariamente, hasta que la pudieron ver. No
solamente es la que, de todas sus películas, más nos ha gustado a mi familia y
a mí, sino también una de mis favoritas de toda la historia del cine.
—Barbarroja constituye un punto de referencia en mi
evolución. Todas las películas que la preceden son diferentes. Fue el final de
una etapa y el comienzo de otra.
—Esto es obvio. Además, hay dos escenas que tienen
íntima relación con la totalidad de su trabajo y que son inolvidables: una es
la de la mantis religiosa y la otra, la lucha de karate en el patio del
hospital.
—Sí, pero lo que quería decirle es que el autor,
Shuguro Yamamoto, siempre se había opuesto a que sus novelas fueran trasladadas
al cine. Hizo una excepción con Barbarroja porque le insistí sin piedad,
obstinadamente, hasta que accedió. Cuando terminó de ver la película, se
volvió, me miró y dijo: «Bien, es más interesante que mi novela».
—¿Por qué le gustó tanto?
—Porque él tenía una clara conciencia de las
particularidades inherentes del cine. Lo único que me pidió fue que tuviera
cuidado con la protagonista, una mujer completamente fracasada, tal y como la
percibió él. Lo curioso es que esa imagen de una mujer fracasada no está
explícita en la novela.
—Quizás creía que lo estaba. Algo que frecuentemente
nos ocurre a nosotros, los novelistas.
—Así es. Viendo alguna de las películas basadas en sus
libros, algún escritor ha dicho: «Esa parte de mi novela está bien hecha». Y se
referían a algo añadido por el director. Comprendo que lo decían porque veían
con claridad, expresado en la pantalla por la aguda intuición del director,
algo que ellos querían haber escrito, pero que no habían sido capaces de hacer.
—Pero volvamos a su película actual, Rapsodia en
agosto. ¿Fue el tifón la cosa más difícil de filmar?
—No, lo más difícil fue trabajar con animales. Con las
serpientes de agua y con las hormigas que debían comerse una rosa. Las
serpientes domesticadas están muy acostumbradas a los hombres. No valen. No
huyen instintivamente y se comportan como las anguilas. La solución fue
capturar una gran serpiente silvestre, que intentaba escapar con todas sus
fuerzas y que daba realmente miedo. Así que hizo su papel muy bien. Para las
hormigas solo fue cuestión de verlas subir por el tallo de un rosal, en fila,
hasta que alcanzaron la flor. Se resistieron un poco, hasta que hicimos un
caminito de miel y comenzaron a subir. Nos encontramos con muchas dificultades,
pero aprendí un montón de ellas.
—Sí, así me contaron. ¿Pero qué clase de película es
esa que tiene problemas tanto con los tifones como con las hormigas? ¿Cuál es
el asunto?
—Es muy difícil de resumir en pocas palabras.
—¿Alguien mata a alguien?
—No. Se trata, simplemente, de una vieja mujer de
Nagasaki que sobrevive a la bomba atómica y cuyos nietos van a visitarla el
último verano. No he filmado escenas realistas horribles, que serían
insoportables y que no explicarían el horror del drama. Lo que me gustaría
explicar es el tipo de heridas que la bomba atómica dejó en el corazón de los
hombres y cómo, gradualmente, empiezan a cicatrizar. Recuerdo el día de la
bomba claramente y, aún ahora, no me puedo creer que hubiera podido ocurrir en
el mundo real. Pero lo peor es que los japoneses lo han olvidado.
—¿Qué puede significar esta amnesia histórica para el
futuro del Japón, para la identidad del pueblo japonés?
—Los japoneses no hablan de esto de manera abierta.
Nuestros políticos, en particular, se callan por temor a los Estados Unidos.
Pueden haber aceptado las explicaciones del presidente Harry Truman, quien
afirmó que recurrieron a ella para acelerar el fin de la Guerra Mundial. Aunque
para nosotros la guerra continuó. Las muertes en Hiroshima y Nagasaki,
oficialmente publicadas, totalizaron 230.000 víctimas. Pero el hecho es que
hubo medio millón de muertos. Y aún actualmente hay 2.700 pacientes en el Atomic
Bomb Hospital esperando morir por los efectos de las radiaciones, después de 45
años de agonía. En otras palabras, la bomba atómica está, aún, matando
japoneses.
—La explicación más racional parece ser que Estados
Unidos pensaba que la URSS podía adelantarse ocupando Japón antes de que ellos
lo hicieran.
—Sí, pero, ¿por qué lo hicieron sobre una ciudad
solamente habitada por civiles que no tenían nada que ver con la guerra? Cerca
de allí había varias bases militares que sí se dedicaban a la guerra.
—Tampoco la arrojaron sobre el Palacio Imperial, que
debía ser un lugar muy vulnerable en el corazón de Tokio. Pienso que esto se
explica porque ellos querían dejar todo el poder, político y militar intacto
con el fin de llevar a cabo una rápida negociación, sin tener que compartir el
botín con sus aliados. Es algo que ningún otro país ha experimentado a lo largo
de la historia humana. Por tanto, ¿si Japón se hubiera rendido sin la bomba
atómica, sería el mismo Japón que ahora?
—Es difícil decirlo. La gente que sobrevivió en
Nagasaki no quiere recordar su experiencia, porque la mayoría de ellos, para
sobrevivir, abandonó a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas. Aún
no pueden no sentirse culpables. Después de que las fuerzas de los Estados
Unidos ocuparan el país durante seis años, la influencia de varios medios
aceleró el olvido y el gobierno japonés colaboró con ellos. Quisiera comprender
todo esto como una parte inevitable de la tragedia que fue la guerra. Creo que,
al menos, el país que arrojó la bomba debería pedir perdón al pueblo japonés.
Hasta que esto no ocurra este drama no habrá terminado.
—¿Después de tanto tiempo? ¿No podría todo este
infortunio ser sustituido por algo más esperanzador?
—La bomba atómica constituye el comienzo de la Guerra
Fría y la carrera de armamentos, y marca el principio de la creación y
utilización de la energía nuclear. La felicidad no será posible con semejantes
orígenes.
—Ya veo. La energía nuclear nació como una fuerza
maldita y una fuerza nacida de una maldición es un tema perfecto para Kurosawa.
Pero en lo que a mí concierne, usted no condena la energía nuclear por sí
misma, sino por los comienzos que tuvo, por el modo en que fue utilizada. La
energía eléctrica es buena, a pesar de la silla eléctrica.
—No es lo mismo. La energía nuclear está más allá del
control humano. En el caso de un error en su manejo, los desastres pueden ser
inmensos y la radioactividad puede durar generaciones. Por otro lado, cuando el
agua está hirviendo, con enfriarla es suficiente para que deje de ser
peligrosa. Paremos el uso de fuerzas que pueden continuar hirviendo por cientos
de miles de años.
—Debo, en gran medida, mi fe en la humanidad a las
películas de Kurosawa. Pero también comprendo su posición contra la enorme
injusticia de haber usado la bomba atómica solo contra civiles y que americanos
y japoneses pretendan que Japón olvide. Pero me parece especialmente injusto
acusar a la energía atómica sin tener en cuenta los grandes servicios que puede
prestar al progreso de la humanidad. Hay en esto una confusión de sentimientos,
debido a la irritación que usted siente, porque sabe que Japón ha olvidado, y
porque dice que el culpable, que para usted son los Estados Unidos, no ha
llegado a reconocer su culpa y a dirigirse al pueblo japonés ofreciéndole las
disculpas que le son debidas.
—Los seres humanos serían más humanos si pensaran que
hay aspectos de la realidad que no pueden manipularse. No creo que se tenga
derecho a crear niños sin anos o cabras con ocho patas, como ha ocurrido en
Chernóbil. Pero esta conversación ha derivado hacia algo demasiado serio y esa
no era mi intención.
—Hemos hecho lo correcto. Cuando un tema es tan serio
como este, no se puede tratar sino seriamente. ¿Ha acabado definitivamente la
película? ¿Arroja alguna luz sobre todo lo que venimos hablando?
—No directamente. Yo era un joven periodista cuando
arrojaron la bomba y quise escribir entonces algunos artículos sobre lo que
estaba ocurriendo. Estuvo absolutamente prohibido publicar algo sobre este tema
hasta el final de la ocupación. Ahora, para hacer esta película, he rebuscado
entre mis artículos y sé mucho más que entonces. Pero si yo hubiera expresado
mis pensamientos, esta película no podría ser exhibida ni en Japón ni en ningún
otro lugar del mundo.
—¿Cree que esta conversación pudiera publicarse algún
día?
—No tengo ninguna objeción. Por el contrario, creo que
las todas personas deberían dar su opinión sin restricciones de ningún tipo.
—Muchísimas gracias. Creo, que si fuera japonés, me
expresaría en sus mismos términos, con su misma franqueza. De cualquier modo le
comprendo. Ninguna guerra es buena para nadie.
—Así es. Lo que ocurre es que cuando se empieza a
disparar, incluso Cristo y los ángeles pueden vestir de uniforme y se
transforman en jefes militares del Estado Mayor de la Defensa.
Nota: la conversación forma parte del libro No lo
comprendo, no lo comprendo, de Akira Kurosawa, recoge tres entrevistas con unos
interlocutores de excepción: Donald Richie, Nagisa Oshima y Gabriel García
Márquez.
Extraído de: http://revistay.com/
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