sábado, 6 de septiembre de 2014

Una conversación entre García Márquez y Akira Kurosawa



Publicada originalmente en el diario Los Angeles Times en 1991 e incluida luego en el libro No lo comprendo, no lo comprendo, de Kurosawa, a continuación reproducimos la conversación entre el escritor y el cineasta, quienes compartían un pasado como periodistas.



En el último día de octubre de 1990, en Tokio, mientras Kurosawa filmaba su penúltima película, Rapsodia en agosto (Hachi-gatsu no kyōshikyoku, 1991), escritor y director se reunieron para hablar sobre las diferencias entre el lenguaje literario y el cinematográfico, y las dificultades de la adaptación del primero al segundo. Con motivo del tema central de Rapsodia en agosto, abordaron las consecuencias físicas, espirituales e históricas del bombardeo nuclear de Nagasaki en 1945 y la reacción del victimario, Estados Unidos: la instauración de una maquinaria del olvido en Japón, con auspicio de éste, en lugar de la aceptación de su crimen y el pedido público de perdón. También ahondaron sobre las condiciones de la felicidad, los límites del hombre, y, claro, las implicaciones de esto en el arte. Se trata de un duelo amistoso entre dos de las mentes más afiladas y apasionadas de su tiempo, mostrando una profunda preocupación por dejar, a través de su trabajo, un legado positivo para la humanidad.
Gabriel García Márquez: No quiero que esta conversación entre amigos se parezca a una entrevista periodística, pero tengo gran curiosidad por saber muchas cosas sobre usted y su trabajo. Para comenzar, estoy interesado en saber cómo escribe sus guiones, pues yo también soy guionista, y porque usted ha hecho estupendas adaptaciones de libros de la literatura universal, y tengo muchas dudas sobre las adaptaciones que se han hecho o se puedan hacer de mis obras.
Akira Kurosawa: Cuando tengo una idea original sobre cualquier cosa y deseo pasarla y convertirla en una película, me encierro en la habitación de un hotel, con papel y lápiz. En ese instante suelo tener ya una idea sobre el asunto y conozco también, más o menos, cómo sería su final. Si no sé cuál es la primera escena, sigo el curso de las ideas, que brotan naturalmente.
—¿Lo primero que le viene a la cabeza es una idea o una imagen?
—No puedo explicarlo muy bien. Pero creo que todo empieza con una serie de imágenes dispersas. Por contraste, pienso que aquí en Japón los guionistas primero crean una visión general de la obra, organizándola por escenas, y después sistematizan el tema antes de empezar a escribir. Pero no sé cuál es el modo correcto de hacerlo, dado que no somos dioses.
—¿Ha seguido este método intuitivo cuando ha adaptado a Shakespeare, Gorki o Dostoievski?
—Algunos directores creen que no existen grandes dificultades en transformar unas imágenes literarias en imágenes cinematográficas. Le pondré un ejemplo, al adaptar una novela de detectives en la que encuentran un cadáver en las vías del tren, un joven director insistía en que el lugar preciso del asesinato coincidía a la perfección con la descripción del libro. «Se equivoca —le dije—, el problema es que usted ya ha leído la novela y sabe que encontraron un cuerpo junto a las vías del tren. Pero para la gente que no ha leído el libro, no hay nada especial en este lugar». El joven director estaba cautivado por la magia de la novela sin percatarse de que las imágenes cinematográficas deben ser expresadas de modo diferente.
—¿Puede usted recordar alguna imagen de la vida real que considere que sea imposible de realizar en una película?
—Sí. La de una ciudad minera llamada Ilidachi en la que trabajé como ayudante de dirección cuando era muy joven. El director había declarado, con un simple vistazo, que la atmósfera era magnífica, extraña, y que esa era la razón por la que deberíamos rodar allí. Las imágenes mostraban solamente una ruinosa ciudad minera, pero faltaba algo que nosotros conocíamos: las condiciones de trabajo eran peligrosas y las mujeres y los niños de los mineros vivían atemorizados por su inseguridad. Cuando se mira al pueblo, se confunde el paisaje con ese sentimiento y lo que se percibe es lo extraño que resulta en realidad. Pero la cámara no lo ve con los mismos ojos.
—La verdad es que conozco muy pocos novelistas que estén satisfechos con las adaptaciones de sus libros al cine. ¿Qué experiencia tiene con sus adaptaciones?
—Permítame, primero, una pregunta, ¿ha visto mi película Barbarroja?
—La he visto seis veces en los últimos veinte años y les hablé a mis hijos de ella, casi diariamente, hasta que la pudieron ver. No solamente es la que, de todas sus películas, más nos ha gustado a mi familia y a mí, sino también una de mis favoritas de toda la historia del cine.
—Barbarroja constituye un punto de referencia en mi evolución. Todas las películas que la preceden son diferentes. Fue el final de una etapa y el comienzo de otra.
—Esto es obvio. Además, hay dos escenas que tienen íntima relación con la totalidad de su trabajo y que son inolvidables: una es la de la mantis religiosa y la otra, la lucha de karate en el patio del hospital.
—Sí, pero lo que quería decirle es que el autor, Shuguro Yamamoto, siempre se había opuesto a que sus novelas fueran trasladadas al cine. Hizo una excepción con Barbarroja porque le insistí sin piedad, obstinadamente, hasta que accedió. Cuando terminó de ver la película, se volvió, me miró y dijo: «Bien, es más interesante que mi novela».
—¿Por qué le gustó tanto?
—Porque él tenía una clara conciencia de las particularidades inherentes del cine. Lo único que me pidió fue que tuviera cuidado con la protagonista, una mujer completamente fracasada, tal y como la percibió él. Lo curioso es que esa imagen de una mujer fracasada no está explícita en la novela.
—Quizás creía que lo estaba. Algo que frecuentemente nos ocurre a nosotros, los novelistas.
—Así es. Viendo alguna de las películas basadas en sus libros, algún escritor ha dicho: «Esa parte de mi novela está bien hecha». Y se referían a algo añadido por el director. Comprendo que lo decían porque veían con claridad, expresado en la pantalla por la aguda intuición del director, algo que ellos querían haber escrito, pero que no habían sido capaces de hacer.
—Pero volvamos a su película actual, Rapsodia en agosto. ¿Fue el tifón la cosa más difícil de filmar?
—No, lo más difícil fue trabajar con animales. Con las serpientes de agua y con las hormigas que debían comerse una rosa. Las serpientes domesticadas están muy acostumbradas a los hombres. No valen. No huyen instintivamente y se comportan como las anguilas. La solución fue capturar una gran serpiente silvestre, que intentaba escapar con todas sus fuerzas y que daba realmente miedo. Así que hizo su papel muy bien. Para las hormigas solo fue cuestión de verlas subir por el tallo de un rosal, en fila, hasta que alcanzaron la flor. Se resistieron un poco, hasta que hicimos un caminito de miel y comenzaron a subir. Nos encontramos con muchas dificultades, pero aprendí un montón de ellas.
—Sí, así me contaron. ¿Pero qué clase de película es esa que tiene problemas tanto con los tifones como con las hormigas? ¿Cuál es el asunto?
—Es muy difícil de resumir en pocas palabras.
—¿Alguien mata a alguien?
—No. Se trata, simplemente, de una vieja mujer de Nagasaki que sobrevive a la bomba atómica y cuyos nietos van a visitarla el último verano. No he filmado escenas realistas horribles, que serían insoportables y que no explicarían el horror del drama. Lo que me gustaría explicar es el tipo de heridas que la bomba atómica dejó en el corazón de los hombres y cómo, gradualmente, empiezan a cicatrizar. Recuerdo el día de la bomba claramente y, aún ahora, no me puedo creer que hubiera podido ocurrir en el mundo real. Pero lo peor es que los japoneses lo han olvidado.
—¿Qué puede significar esta amnesia histórica para el futuro del Japón, para la identidad del pueblo japonés?
—Los japoneses no hablan de esto de manera abierta. Nuestros políticos, en particular, se callan por temor a los Estados Unidos. Pueden haber aceptado las explicaciones del presidente Harry Truman, quien afirmó que recurrieron a ella para acelerar el fin de la Guerra Mundial. Aunque para nosotros la guerra continuó. Las muertes en Hiroshima y Nagasaki, oficialmente publicadas, totalizaron 230.000 víctimas. Pero el hecho es que hubo medio millón de muertos. Y aún actualmente hay 2.700 pacientes en el Atomic Bomb Hospital esperando morir por los efectos de las radiaciones, después de 45 años de agonía. En otras palabras, la bomba atómica está, aún, matando japoneses.
—La explicación más racional parece ser que Estados Unidos pensaba que la URSS podía adelantarse ocupando Japón antes de que ellos lo hicieran.
—Sí, pero, ¿por qué lo hicieron sobre una ciudad solamente habitada por civiles que no tenían nada que ver con la guerra? Cerca de allí había varias bases militares que sí se dedicaban a la guerra.
—Tampoco la arrojaron sobre el Palacio Imperial, que debía ser un lugar muy vulnerable en el corazón de Tokio. Pienso que esto se explica porque ellos querían dejar todo el poder, político y militar intacto con el fin de llevar a cabo una rápida negociación, sin tener que compartir el botín con sus aliados. Es algo que ningún otro país ha experimentado a lo largo de la historia humana. Por tanto, ¿si Japón se hubiera rendido sin la bomba atómica, sería el mismo Japón que ahora?
—Es difícil decirlo. La gente que sobrevivió en Nagasaki no quiere recordar su experiencia, porque la mayoría de ellos, para sobrevivir, abandonó a sus padres, a sus hijos, a sus hermanos y hermanas. Aún no pueden no sentirse culpables. Después de que las fuerzas de los Estados Unidos ocuparan el país durante seis años, la influencia de varios medios aceleró el olvido y el gobierno japonés colaboró con ellos. Quisiera comprender todo esto como una parte inevitable de la tragedia que fue la guerra. Creo que, al menos, el país que arrojó la bomba debería pedir perdón al pueblo japonés. Hasta que esto no ocurra este drama no habrá terminado.
—¿Después de tanto tiempo? ¿No podría todo este infortunio ser sustituido por algo más esperanzador?
—La bomba atómica constituye el comienzo de la Guerra Fría y la carrera de armamentos, y marca el principio de la creación y utilización de la energía nuclear. La felicidad no será posible con semejantes orígenes.
—Ya veo. La energía nuclear nació como una fuerza maldita y una fuerza nacida de una maldición es un tema perfecto para Kurosawa. Pero en lo que a mí concierne, usted no condena la energía nuclear por sí misma, sino por los comienzos que tuvo, por el modo en que fue utilizada. La energía eléctrica es buena, a pesar de la silla eléctrica.
—No es lo mismo. La energía nuclear está más allá del control humano. En el caso de un error en su manejo, los desastres pueden ser inmensos y la radioactividad puede durar generaciones. Por otro lado, cuando el agua está hirviendo, con enfriarla es suficiente para que deje de ser peligrosa. Paremos el uso de fuerzas que pueden continuar hirviendo por cientos de miles de años.
—Debo, en gran medida, mi fe en la humanidad a las películas de Kurosawa. Pero también comprendo su posición contra la enorme injusticia de haber usado la bomba atómica solo contra civiles y que americanos y japoneses pretendan que Japón olvide. Pero me parece especialmente injusto acusar a la energía atómica sin tener en cuenta los grandes servicios que puede prestar al progreso de la humanidad. Hay en esto una confusión de sentimientos, debido a la irritación que usted siente, porque sabe que Japón ha olvidado, y porque dice que el culpable, que para usted son los Estados Unidos, no ha llegado a reconocer su culpa y a dirigirse al pueblo japonés ofreciéndole las disculpas que le son debidas.
—Los seres humanos serían más humanos si pensaran que hay aspectos de la realidad que no pueden manipularse. No creo que se tenga derecho a crear niños sin anos o cabras con ocho patas, como ha ocurrido en Chernóbil. Pero esta conversación ha derivado hacia algo demasiado serio y esa no era mi intención.
—Hemos hecho lo correcto. Cuando un tema es tan serio como este, no se puede tratar sino seriamente. ¿Ha acabado definitivamente la película? ¿Arroja alguna luz sobre todo lo que venimos hablando?
—No directamente. Yo era un joven periodista cuando arrojaron la bomba y quise escribir entonces algunos artículos sobre lo que estaba ocurriendo. Estuvo absolutamente prohibido publicar algo sobre este tema hasta el final de la ocupación. Ahora, para hacer esta película, he rebuscado entre mis artículos y sé mucho más que entonces. Pero si yo hubiera expresado mis pensamientos, esta película no podría ser exhibida ni en Japón ni en ningún otro lugar del mundo.
—¿Cree que esta conversación pudiera publicarse algún día?
—No tengo ninguna objeción. Por el contrario, creo que las todas personas deberían dar su opinión sin restricciones de ningún tipo.
—Muchísimas gracias. Creo, que si fuera japonés, me expresaría en sus mismos términos, con su misma franqueza. De cualquier modo le comprendo. Ninguna guerra es buena para nadie.
—Así es. Lo que ocurre es que cuando se empieza a disparar, incluso Cristo y los ángeles pueden vestir de uniforme y se transforman en jefes militares del Estado Mayor de la Defensa.


Nota: la conversación forma parte del libro No lo comprendo, no lo comprendo, de Akira Kurosawa, recoge tres entrevistas con unos interlocutores de excepción: Donald Richie, Nagisa Oshima y Gabriel García Márquez.


Extraído de: http://revistay.com/


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