viernes, 15 de julio de 2011

Hablando de bueyes perdidos

La niña que repartía pan y el hombre atrapado



Ángel Juárez Masares



“Tome -me dijo el editor en Jefe alcanzándome unas llaves que colgaban de una cinta de color indefinido por el manoseo- agarre el Fiat, búsquese un fotógrafo y váyase acá. En esa dirección vivía la mujer que murió el otro día. ¿Se acuerda?”
Le dije que si, pero la verdad era que no. El hombre era zorro viejo y supo que le estaba mintiendo.
-La que el marido mató a puñaladas. Ahora una hermana se hizo cargo de los seis gurises que quedaron “en banda”-
Leí la dirección y ensayé una protesta:
-Como siempre usted me manda a la guerra. No se queje si volvemos sin la cámara. Es más…alégrese si volvemos-
-No exagere…y no me diga que no es su área porque ya lo se. Y si no vuelven hay periodistas que andan sin laburo-
-¿Y que quiere con esto?-
El hombre me miró por arriba de los lentes, no dijo nada y me dijo todo, y me di cuenta que había tensado demasiado la cuerda.
-Vaya…no me joda… tengo trabajo-
Había salido ya de su escritorio cuando escuché lo que suponía:
-Y mire que eso es “tapa”- gritó.
Las bolsas de plástico, papeles, cartones, y pedazos de tela rodaban por el bulevard aquella tarde impulsadas por el viento, y eso me recordó las viejas películas del Oeste, donde Clint Eastwood cabalgaba solitario por el desierto en medio de arbustos rodantes.
A mi lado, Gerardo –el fotógrafo- me contaba del nuevo lente de su cámara dándome datos técnicos de los que no tenía la menor idea.
Pasamos las ruinas de una fábrica y dejamos “Propios” para meternos por unas calles laterales. Un rato después el paisaje cambió. La calle se convirtió en una senda flaqueada por casas de lata y chapas de cartón, mas basura, perros, y gurises deambulando.
Llegamos y estacionamos en la puerta. Allí no había veredas y patio de casa y vía pública era lo mismo.
Extrañamente, la joven mujer no hizo preguntas acerca de nuestra visita. Tenía en un brazo un niño pequeño que chupaba leche de un biberón improvisado con una botella de Coca Cola.
Nos sentamos en el rectángulo de sol que entraba a la casa, y la atención de los más chicos se centró en las cámaras que colgaban del cuello de Gerardo.
Contra una de las paredes de chapa, un par de camas parecían componer el “dormitorio”, y en una colchoneta en el suelo otro niño jugaba con un gato.
La niña más “grande” no tendría más de seis años, y era evidente que toda la camada era producto de una parición contínua.
-Siempre le pegaba, sobre todo los domingos cuando venía borracho-
La voz de la muchacha me trajo de nuevo a la realidad, o mejor dicho, a “esa” realidad, porque lo que estaba viendo no era mentira.
Lamenté no haber prestado atención a su charla por lo que eventualmente me pudiera haber perdido. De todas maneras era historia conocida.
Ahora “la mayor” toma una escoba y barre el piso de tierra, duro como el cemento, pero no tanto como las vidas que les tocará vivir.
Gerardo está en lo suyo. Buscando “la foto”. Observa, se mueve dentro de la casa-monoambiente; de pronto está encima de un cajón, de pronto a ras del piso.
La muchacha sigue hablando, pero no me cuenta nada que no sepa. De pronto se levanta y toma un pan alargado que pone encima de la única mesa. La niña mas grande lo toma y reparte, y juro que nunca ví nada mas equitativo. La pieza de pan se divide en cinco trozos exactamente del mismo tamaño. El bebé se durmió, pero la muchacha aún sostiene el biberón, ahora convertido definitivamente en una botella de Coca Cola.
Mañana martes la gente leerá la crónica, se lamentará, se desgarrarán las vestiduras, y el miércoles la habrán olvidado.
Hago memoria para saber dónde tengo unas monedas, porque se que ahí nomás, a pocos metros, hay por lo menos dos muchachos que me “cuidaron” el auto.
Esta tardecita escribiré esta historia, mezcla extraña de “policiales” y novela de Mejía Vallejo. Mañana ya no me acordaré más de estos gurises. Ni de la muchacha que no sabe cómo hacer para darles de comer, ni de los “cuidacoches” de ahí afuera.
No debo acordarme. Hasta por una cuestión de sobrevivencia debo olvidarlo. Como también debo olvidar los gritos de aquel tipo que chocó el camión de atrás. Que con las piernas destrozadas pedía por la muerte mientras los bomberos desarmaban el auto con las tijeras irónicamente llamadas “de la vida”, y un inexpresivo médico le pasaba un suero.
A la noche cuando me fuera a casa, Carlitos, el del estacionamiento me preguntaría (como todas las noches): “Y don Ángel…¿todo tranqui?
-Todo controlado Carlitos…todo tranqui, como usted dice….-
El gran problema es que hoy…veinte años después, aún recuerdo aquel rectángulo de sol subiendo por las rodillas sucias de Clarita, aquella que repartía el pan entre los hermanos huérfanos del barrio de lata.
Y también me acuerdo del hombre de las piernas aplastadas bajo aquel camión. Podría describir si quisiera el color de su camisa más allá de la sangre, y el de sus ojos extremadamente abiertos al dolor.

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