viernes, 5 de agosto de 2011

La poesía, las primacías y la precedencia

 Gustavo Rubén Giorgi


Vivimos integrados (o atrapados) entre las ideas y las cosas, e interrogándonos sobre ellas. ¿Qué es la vida? ¿Adónde vamos? ¿De dónde venimos? Preguntas y más preguntas, pocas certidumbres, y respuestas desde y para todos los talantes, son los medios que arbitramos para matizar con algún consuelo nuestra angustia ante la irrecusabilidad del sino, que es morir sin saber nada. Pero el hombre, que es curioso por sobre todas las cosas, no desespera ante una batalla que sabe perdida, y reincide en aquel vano ejercicio intelectual que quizás constituya la razón y la justificación de su existir. Por ejemplo, tratando de establecer, una y otra vez, a través de los tiempos y entre tantísimos otros enigmas, qué es la poesía.
Habida cuenta de la escasa difusión que la poesía merece, pareciera tratarse de un tema secundario, si no menor; pero no hay que engañarse: la noción de poesía va más allá del mero hecho de compilar poemas en un libro, y es esa impronta atávica y misteriosa la que ha de orientar la presente investigación.
Y qué mejor manera de empezar que dando la palabra a la gente del oficio, a quienes nuestra inquietud no resultó de ningún modo extraña. Así, para Bécquer el asunto no merecía tantas vueltas:
—¿Qué es poesía? —dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
—¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.
(Rimas, XXI)
Antes, después de haber examinado los tópicos de géneros, los colores, los perfumes, la curiosidad, la alegría y la pena, la perplejidad, los recuerdos, la esperanza, en fin, el amor, había llegado a la misma conclusión:
(...)
mientras exista una mujer hermosa,
               ¡habrá poesía!
(Id., IV)
Aun agradeciendo la esperanzada fe del gran poeta romántico del castellano, debemos convenir que su conclusión parece referirse a los motivos, pero no a la esencia de la poesía, detalle que otros han creído ver en el poeta mismo.
Canta el pueblero... y es pueta,
Canta el gaucho... y, ¡ay, Jesús!,
Lo miran como avestruz
Su inorancia los asombra;
Mas siempre sirven las sombras
Para distinguir la luz.
(Martín Fierro, “La vuelta”, canto I, 404).
Pareciera sostener Hernández —y aun aceptar, aunque a regañadientes— que debe entenderse por poesía la llamada poesía “culta”, con lo que su aporte refiera a la procedencia y la comparación. Seguimos ayunos, pero, por lo menos, sabemos que eso no es cierto, y el mismo Hernández es el ejemplo más acabado de esa falacia.
Otros han identificado a la poesía con la obsesión, y pocos lo ha hecho con la belleza lacerada de Rubén Darío:
(...)
Ese es mi mal. Soñar. La poesía
es la camisa férrea de mil puntas cruentas
que llevo sobre el alma. Las espinas sangrientas
dejan caer las gotas de mi melancolía (...).
(“Melancolía”)
Pero, resulta evidente que eso no es toda la poesía; su confesión no resulta todo lo comprensiva y abarcadora que pretendemos.
Y pudiéramos seguir citando, con las solas cortapisas de la ignorancia y las traiciones de la memoria; pero sospecho que por mucho que trabajemos en ese sentido, siempre toparemos con la subjetividad.


Fragmento de artículo publicado en  www.Letralia.com

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