Juana recargada
Novedades editoriales acerca de la antigua “poeta oficial”
Juana Fernández Morales, mejor conocida como Juana de
Ibarbourou, ya es casi una epifanía cotidiana. Sea en forma de billete de valor
apetecible o en su condición de figura espectral (verificada en las tapas y
solapas de los libros que se siguen escribiendo sobre ella, y de sus propios
títulos que con esmero algunos estudiosos resucitan de vez en cuando), la poeta
sigue apareciendo entre nosotros, sigue mirando al lector o al transeúnte con
su pálido rostro -antes glorioso- que el tiempo se ha encargado de perpetuar.
Su constante aparición acaso deje repiqueteando la duda en algún distraído:
¿Juana alguna vez se fue?
Entiéndase bien: nadie la está echando, sino que sigue
siendo bienvenida por los lectores de prácticamente todas las épocas: niños,
jóvenes y adultos que siguen topándose con su mito y con su estrella en los
pupitres, en los cajones de libros de las ferias, en las bibliotecas del
interior y de la capital, y finalmente en los bancos y cajeros automáticos, por
si alguna vez se nos olvida su presencia, su apoteótico y turbulento pasar por
nuestras letras. Es que Juana siempre vuelve recargada, y no es raro que cuando
lo hace sea de la mano de Jorge Arbeleche (Montevideo, 1943), poeta, crítico y
ensayista, que se ha dedicado casi obsesivamente a estudiar y “curar” la obra e
imagen de la escritora nacida en Melo en 1892 y fallecida en Montevideo no hace
tanto, en 1979. Lo que asombra también es la cancelación temporal que surge del
mero hecho de recordarla (como les pasa a algunos, tal vez, con la sonrisa en
pose infinita de la modelo que inmortalizó a la Mona Lisa ); como si
Juana Fernández hubiese transcurrido parte de su vida dentro de un frasco con
nieve, y la otra Juana (la “de América”, la universal) hubiese sido congelada
para siempre en un parnaso a modo de premio, o a modo de castigo por haber
ejercido el don poético.
Pero hablábamos del trabajo de Arbeleche, el cual -cabe
agregar- no ha realizado solo. A sus esfuerzos se han sumado los del poeta y
ensayista Andrés Echevarría (1964) que se perfila para ser un continuador
laborioso, no sólo del constante “rejuvenecimiento” aplicado a la piel
legendaria de Juana, sino también del trabajo que el propio Arbeleche ha venido
cosechando desde hace bastante más de una década.
Mediante proyectos paralelos, ambos académicos lanzaron
simultáneamente dos libros (de hecho, los diseños de tapa lucen perezosamente
idénticos en uno y en otro, aunque difieren en el tamaño) y en conjunto
obligaron a Ibarbourou a desempolvarse y a sacar nuevamente del armario sus
mejores vestidos de ceremonia. Por un lado, se reedita el poemario que
catapultó a Juana Fernández a la fama en 1919, Las lenguas de diamante,
mientras que por otro se compilaron en el volumen Obra final cuatro obras
“menos conocidas y frecuentadas” de la escritora, aunque dos de ellas sean
consideradas por la crítica de gran importancia dentro de su producción, como
lo son Perdida (1950) y La pasajera (1967).
Serán nuestras
pupilas dos lenguas de diamantes
En la contratapa de la nueva edición de Las lenguas…,
Arbeleche apunta que “con este libro Juana de Ibarbourou se instaló para
siempre en un sitio de privilegio en la literatura de lengua española”. Es que
así fue. El fogonazo inicial de esta voz poética, heredera del modernismo,
generó una repercusión enorme. El libro llegó a manos del propio Miguel de
Unamuno, quien no escatimó en elogios luego de admitir que había leído “primero
con desconfianza y luego con grandísimo interés” el primer poemario de esta
“joven” de 27 años. En el plano local, no sólo este intento sino casi toda la
obra de Juana se acopló progresivamente al canon de las letras nacionales sin
mayores obstáculos, encabalgándose con la caricia siempre puntual de los
gobiernos de turno, que encontraron en su figura -y en su poética- múltiples
vías para poner bajo cerrojo definitivo ciertos problemas políticos, ciertos
caprichos antojadizos de la cultura. No digo nada nuevo.
A modo de alfombra roja, Arbeleche incluye en el volumen
40 miradas críticas que se reparten en dos secciones: las “Primeras miradas” y
las “Miradas posteriores y actuales”. Estas “miradas” no sólo tratan del libro
en cuestión (que era lo que más se esperaba) sino que también incluyen opiniones
o juicios valorativos sobre la labor escritural de la autora y su trayectoria.
La mezcla no muy clara entre la mirada que se tuvo y se tiene del libro en
particular y la mirada acerca de Juana en general, hace que a veces el volumen
pierda cierta endurance en cuanto a la instrumentación del criterio para
incluir algunas reseñas y, claro, para excluir otras, de autores que no
necesariamente “mimaron” desde sus lecturas la labor de Juana. En este sentido,
la excusa de Las lenguas de diamante sirve para afianzar -a través de una
selección parcial-, una única mirada, que en definitiva condice con la revisión
y revaloración estética constante que ha llevado a cabo el propio compilador;
más aún teniendo en cuenta la defensa de una lectura o posición que podríamos llamar
“oficial” acerca de la poeta melense.
Luego de las pinceladas “críticas” que abarcan un amplio
abanico, se da paso al flamante libro, que habla por sí mismo y que no precisa
aderezos ni panegíricos multiformes, viejos o refritados, para defender poemas
como “Las lenguas de diamante”, “La
Hora ”, “Rebelde”, “Vida-Garfio”, “Lacería” y tantos más, o
argumentar su reaparición en pleno 2012, ni su elocuente “vigencia
indeclinable”, como dijo Zum Felde. La edición se corona con un “Apéndice” en
el cual se ofrece el prólogo de la primera edición, que estuvo a cargo del
intelectual católico Manuel Gálvez.
Le cantaron las
cuarenta
Dentro de la breve sección inicial (“Primeras miradas”) el
lector encontrará la citada opinión de Unamuno; la de Vicente Salaverri (que
fue quien convenció a Juana de que firmara sus poemas como Juana de
Ibarbourou); la de Gabriela Mistral y finalmente la de Alberto Zum Felde. En la
sección más gruesa (“Miradas posteriores y actuales”) la cosa se complica. En
principio, hay un notorio desbalance entre una sección y otra. Y en la segunda
vemos lo siguiente: no se sigue un relevamiento cronológico para presentar las
miradas, que hubiese sido de gran ayuda no sólo para que el lector lograra
visualizar, la diferencia entre lo “actual” y lo “posterior” (que se plantea en
el título del apartado), sino también para tener una idea cabal de la distancia
que transcurrió entre una visión y otra, y a partir de allí saber qué es lo que
en verdad se “mide” en cada una con relación a Juana o al libro en cuestión.
Comparecen aquí las “miradas” de Ángel Rama, Cristina Peri
Rossi, Clara Silva, Marosa Di Giorgio, Selva Casal, Circe Maia, Luis Bravo,
Héctor Rosales, Hebert Benítez Pezzolano, Rafael Courtoisie, Sylvia Lago,
Gerardo Ciancio, Elena Romitti y Diego Fisher, entre otros autores, pero no en
este orden, sino empastelados y codeándose mutuamente sin saber quién está al
lado de quién, a medida que pasan las páginas. Resulta llamativo (o tal vez no
tanto) que dentro de la lista se dejen de lado las opiniones que tuvieron sobre
Juana algunas figuras de peso, como por ejemplo Emir Rodríguez Monegal o Idea
Vilariño, así como, más acá, la visión del crítico Pablo Rocca. Si bien ninguna
de estas tres opiniones se alinea en el carril de la lectura o visión “oficial”
(recordemos, por ejemplo, la postura indiferente que mantuvo la Generación del 45 para
con Juana, salvo excepciones), hubiese sido enriquecedor contar con ellas.
Tales omisiones nos llevan a apuntar dos cosas, que acaso
funcionen como atajos para entender el porqué de las ausencias: en primer
lugar, citar las palabras de Vilariño en un artículo publicado en 1951 en la
revista Número, donde a propósito de la publicación de Perdida, Vilariño dice:
“En los otros libros, como en éste, ella [de Ibarbourou], no sabe cantar otra
cosa que su vida, sus días. Pero esa voz que entonces fue el exceso de una vida
rica y vibrante, aquí canta sólo sus carencias”. En segundo lugar, con respecto
a la no inclusión de la mirada de Pablo Rocca, es importante consignar, y si es
posible repasar, la virulenta polémica que mantuvieron él y Arbeleche el año
pasado en el portal del diario El Pueblo de Salto, cuyo detonador fue la
publicación del libro de Rocca Juana de Ibarbourou. Las palabras y el poder,
que vierte nuevas pistas y argumentaciones para abordar el tema de las “bodas”
que mantuvo Juana con el poder en sus comienzos y aun después, así como propuso
una lectura alternativa acerca de la cualidad “renovadora” de su poesía, en
comparación a sus contemporáneas inmediatas, y en especial a una de sus más
cercanas referentes, Delmira Agustini.
Último sitio
Obra final reúne cuatro poemarios: Perdida (1950), Elegía
(1966), La pasajera (1967) y Diario de una isleña (1967), que constituyen el
último tramo de la producción de Juana. A modo de introducción, Arbeleche y
Echevarría copian y pegan interesantes trabajos individuales que ya habían
sacado en 2009 con motivo de la publicación del coqueto y necesario volumen
Juana. Escándalo a luz, en ocasión del homenaje que le efectuó a la poeta el
Centro Cultural de España, y que contó, a su vez, con una exposición homónima
(que tuvo a Arbeleche como curador) donde fue reunida una valiosa y única
colección de objetos personales, fotos y manuscritos de la escritora. Este
homenaje se había originado por los tres aniversarios que se cumplían aquel
año: los 30 años del fallecimiento de Juana, los 90 de la publicación de Las
lenguas… y los 80 de su consagración como “Juana de América”.
A propósito de Perdida (1950), acaso el libro cumbre de la
melense, su publicación implicó romper -por aquel entonces- con un largo
silencio poético que abarcó 20 años luego de la aparición, en 1930, de La rosa
de los vientos. Echevarría comenta al respecto: “El libro [Perdida] es un canto
fantástico, feroz, introspectivo y profundo ante el inevitable perecer”. Sin
embargo, su valoración tardó en llegar, como se tardó en reconocer ya ahí “una
maduración en su escritura”. Juana volvía recargada, reformulando a conciencia
y con madurez la matriz de sus tópicos, imprimiéndoles otra sustancia vital,
otra manera de concebir la experiencia para luego volcarla: “Hay que guardar,
amigos, los violines, / Y envolver entre lienzos las campanas. / Mirad el cielo
con señales rojas. / Sentid sedienta el agua”. Honestidad y actitud dinámica
que se palparon ayer y que se reafirman ahora, interpelando como nunca al
lector y traspasando cualquier barrera temporal, cualquier sinfonía de juicios
y opiniones. Porque al final es cierto lo que muchos creemos: Juana nunca se
fue.
Extraído de: http://ladiaria.com.uy
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