Muy caro: dos pesos
Horacio Quiroga
Entonces Luis Alemandri, dibujante, fue llevado a pensar
así:
Los comerciantes son seres extraordinarios. Estos tres son
perfectamente honrados, de ello no hay duda. Pero su honradez está sentada
sobre tales singulares conceptos de viveza que resulta, para el que como yo no
es comerciante, absolutamente indescifrable. Son sobre todo extraordinarios...
-Ahora es conmigo se interrumpió espantado viendo que uno de los comerciantes
que desde media hora atrás ejercían de críticos literarios, se dirigía a esta
vez a él.
-Algo -repuso el dibujante- he hablado con él una sola
vez.
-¿Ah, lo conoce usted? ¿Y usted cree que es mozo de talento?
-Me parece que sí.
-¿Sí? Pues bien, vea lo que son las cosas. Yo lo conozco
mucho. G. vino aquí muy muchacho, a la casa de un hermano que estaba
establecido afuera. No se puede figurar usted individuo más inútil que G. No
hacía nada, no servía para nada. Su hermano le echó un día. Era un completo
haragán. Después probó esto, lo otro, lo que más allá, y en todo fracasó. No se
puede usted figurar, le repito, un ser más inútil. Pues bien, ahí lo tiene
usted. Viendo él mismo al fin que no servía para nada, pues se hizo literato. Y
ahí lo tiene usted, ¿eh?
Aunque Dios había librado al dibujante de intervenir de
sus tres fortuitos compañeros, esta vez el mismo Dios lo abandonó.
-Creo, sin embargo -atrevióse- que G. Leía mucho cuando
era dependiente.
-¡Y bien! ¡Ahí está! -respondió el rotundo sujeto.
-¡Era lo que hacía! ¡Todo el día con un libro! ¿Y qué más hizo? Yo lo conocía, le digo a usted.
En ninguna parte duró ni sirvió para maldita cosa. Era incapaz de hacer lo que
cualquier rapaz... Eso es, yo también he hecho un verso... Y ahí lo tiene
usted, le repito convertido en un literato.
-No hay duda, son seres extraordinarios -tornaba a pensar el dibujante, soportando con incómodo
pudor la mirada victoriosa del otro. Pero éste continuaba:
-¡Ahí está! Y ahora gana así cuanto quiere... ¡Bonito
trabajo el de ustedes!
-¡Perdón! -se excusó vivamente Alemandri- yo no soy
escritor.
-¡Es lo mismo, es lo mismo!... ¿Usted dibuja en las
revistas, según entiendo?
El aludido hizo un gesto de tan vaga aquiescencia, que el
comerciante triunfó de nuevo.
-¡Ah, usted mismo lo reconoce! ¡Eso es! Ganan todo el
dinero que quieren hablando cosas y haciendo figuras. Y uno suda y suda... ¡No
se enoje, ande usted! Lo digo de todo corazón.
Pero si el dibujante no se enojaba, el diablo lo tentó
esta vez a hincar un poquito el diente en aquella sudorosa gordura.
-¡Oh, no se gana tanto! -dijo. y a veces hay que trabajar
bastante más que ustedes mismos...
-¡Hombre, que tiene gracia! Bueno, bueno... Si usted llama
a trabajar...
-Y enormemente. Si me permite le contaré en dos palabras
un caso. Solamente que el sujeto en cuestión no es ni dibujante ni escritor...
Pero es de los que hablan cosas, como usted dice. ¿Quiere oirme?
-Hable usted, hable usted.
-El caso es muy reciente -comenzó Alemandri- hace dos o
tres noches. Yo vivo en Banfield, soy casado y tengo dos hijas. Vivo bastante
retirado de la estación y cuando llueve se embarra uno hasta las rodillas.
Pues bien, una de las últimas tardes llegó a casa, al
final de un terrible chubasco, un amigo a quien hacía mucho tiempo no veía. Su
visita me sorprendió bastante, pues aunque amigos, como acabo de decirle, no
nos vemos sino de tarde en tarde.
La persona en cuestión -llamémosla X- es uno de los
hombres más vastamente ilustrados que yo conozca y tiene en especial una
conversación única como encanto. Hacía cuatro días que yo no salía de casa,
curándome aún de un fuerte amago de influenza. Y cuatro días, figúrese, solo en
su casa, quien como yo está acostumbrado a pasarlo fuera todo el día... Sí, mi
mujer... pero dos chicos no dan mucha libertad a la madre.
En fin, X me trajo sencillamente la gloria a casa. La
tarde pasó como un soplo. Mi mujer estaba también encantada con aquel hombre, y
se unió a mi vivo ruego a comer con nosotros. Pensábamos, simplemente
no dejarlo ir hasta las doce.
X accedió, y durante la cena y después de ella, ni mi
mujer ni yo dejamos un momento de felicitarnos de aquella visita.
Lo mismo que la tarde, la noche voló.
Al dar las diez X se quiso ir, pero no hubo modo. Apenas a
las once y cuarto le dimos libertad, y estoy convencido de que son muy pocas
las personas capaces de dejar tal recuerdo de una visita de ocho horas. Lo
acompañé hasta la puerta, lo detuve aún
cinco minutos, y cuando por fin lo dejaba que se fuera, X me dijo si
"quería" prestarle dos pesos. Es a esto que yo llamo trabajar
-concluyó Alemandri.
El comerciante lo miró con una asombrada a la par que
convencida sonrisa.
-Vea usted, vea usted -dijo- para mí todo eso no pasa de
un vulgar... ¿me permite usted? Creo que la vergüenza de ese señor... en
fin!...
-No, no, concluya -apoyó plácidamente Alemandri.
-¡Hombre! Pues bien, creo que ese señor no tiene
dignidad... sabe usted... ir a pedir dos pesos... ¡eso es un cuento del tío, si usted me permite!
-Si, señor, le permito todo. Pero yo creo a mi vez esto:
Yo no sé que trabajo se requiere para ganar diez sobre lo que costó tres, y
esto yo lo ignoro porque no soy, ni he sido, ni seré jamás comerciante. Pero sé
que ocho horas de una conversación llena de encanto -y científica, filosófica,
literaria, si usted quiere- vales mil veces más que esos miserables dos pesos, y yo por mi parte
hubiera ofrecido con gusto diez por un día como el que me trajo X. Y
además esto otro: el hombre que
comprende la irregularidad de un pedido así, hasta el punto de esforzarse en
rescatarlo entregando durante ocho horas toda una vida de lucha intelectual,
ese hombre tiene para mí, en ese acto, un millón de veces más dignidad que la
que se necesita para cualquier monopolio de cualquier pan en cualquier parte.
Por otro lado -concluyó Alemandri en pacificadora
despedida- no creo que nos hubiera sido muy fácil, a usted y a mi, ganar de
idéntica manera esos dos pesos.
El dibujante no supo nunca que aptitud se reconocía su interlocutor para la empresa: una
conversación artística de ocho horas... De este modo se congratuló por largo
tiempo de no haber sentado sino hipótesis la terrible aventura.
(*) publicado en revista Caras y Caretas, Nro. 649,
(Buenos Aires, 11/03/1911)
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