HÉCTOR VIDAL FALLECIÓ A LOS 70 AÑOS
Ante
la muerte de un enorme director
La
desaparición de Héctor Manuel Vidal, que murió ayer en Montevideo a los 70
años, supone la pérdida de uno de los mayores talentos de la puesta en escena
de las últimas cuatro décadas en el país.
Jorge Abbondanza
Esto es un duelo para todo el teatro nacional. La
desaparición de Héctor Manuel Vidal, que murió ayer en Montevideo a los 70
años, supone la pérdida de uno de los mayores talentos de la puesta en escena
de las últimas cuatro décadas en el país.
Vidal había nacido en Las Piedras en agosto de 1943 y
estudió arte escénico en la escuela de Club de Teatro, grupo en el que trabajó
como actor en más de cuarenta obras. Su primer papel protagónico lo tuvo en
Papas fritas con todo del inglés Arnold Wesker, dirigido por Antonio Larreta,
donde mostraba el vigoroso temperamento que luego lo acompañaría en el resto de
su carrera, y también en la vida.
Durante esa etapa juvenil, llegó a debutar como
director a los 26 años con La víspera del deguello de Jorge Díaz, que fue casi
un trabajo interno, como un ejercicio de taller. Pero su verdadero comienzo en
la faena de dirección fue en 1974, cuando puso en escena una formidable versión
de Wozzeck de Georg Büchner, en El Tinglado, en un momento de virtual
oscurecimiento del teatro local, ante un público escaso y sin mayor resonancia.
Pero aquella versión de Wozzeck era no solo un ejemplo de fuerza dramática sino
un anuncio de los destellos de la trayectoria que vendría.
Lo que vino a continuación, a partir de Rinocerontes de
Eugene Ionesco, confirmaría esa promesa inicial, demostrando que Vidal poseía
dos talentos que no se dan con frecuencia: la posibilidad de despejar las ideas
que contiene un texto, de manera que lleguen de manera clara a la cabeza del
espectador, y la certeza para elegir una pieza y un tema para llevar a su
público los contenidos que conviene divulgar según la circunstancia que está
viviendo en cada momento la sociedad que recibe ese espectáculo.
Eso era la prueba de la lucidez con que Vidal encaró
toda su carrera, por encima de factores estéticos o dramáticos. Era, y fue
hasta el final de su trayectoria, la constancia de que entendía el teatro como
un vehículo de transmisión de ideas y una herramienta para despabilar la
conciencia de los demás. Esa posición puede ser definida como un modelo de
rigor en el comportamiento de un director, lo cual permite ahora -en la
perspectiva de tantos años- situar a Vidal como uno de los grandes ejemplos de
exigencia y severidad en el teatro nacional. El repertorio que frecuentó confirma
ese perfil ejemplar.
Interiores
El teatro que hizo no se originaba en el brillo formal
ni en el despliegue visual sino en la inteligencia. Era capaz de desentrañar un
texto hasta extraerle los significados medulares que contenía y enriquecer así
la experiencia del espectador.
Ocurrió así con Galileo de Bertolt Brecht, que estrenó
en 1983, en un momento decisivo de la transición de la dictadura uruguaya hacia
la democracia, iluminando los sentidos de ese drama biográfico sobre un hombre
aplastado por la tiranía ideológica de la Iglesia.
Esa gran producción fue luego llevada al Festival
Internacional de Caracas, con un gran éxito y un reconocimiento que reforzó el
prestigio de su director. Pero en una línea similar de manejo de las ideas,
puso luego en escena Rompiendo códigos, una pieza británica de escaso atractivo
exterior aunque preñada de trascendencia, sobre la peripecia de Alan Turing, un
genio que logró descifrar el código Enigma de las fuerzas armadas alemanas
durante la guerra mundial, consiguiendo salvar con ello miles de vidas en la
Batalla del Atlántico, para surgir luego como uno de los pioneros de la
informática.
Ese personaje tenía importancia para la forma en que
Vidal manejaba sus principios de ética, porque Turing sería más adelante crucificado
por la Justicia inglesa a causa de su homosexualidad, y se levantaba entonces
como un emblema contra la intolerancia. El espectáculo que armó tuvo en
Montevideo un enorme éxito de público, llegó a las 300 funciones, obtuvo
premios y recibió una lluvia de elogios. Era otra prueba de la lucidez y la
severidad con que Vidal manejaba un material que no tenía porqué ser magistral,
pero que ofrecía a un gran director la posibilidad de abrirlo por dentro para
mostrar lo que podía ofrecer a su público.
El arco de posibilidades que Vidal podía abordar en sus
labores era muy amplio, porque no excluía el humor, como quedó demostrado en
sus montajes de La venganza de Don Mendo de Muñoz Seca o en Inodoro Pereira el
renegau de Fontanarrosa. Pero en sus ejercicios mayores le permitió abordar por
ejemplo Tierra de nadie de Harold Pinter, con la Comedia Nacional, revestido
del despojamiento y la desnudez que pide el autor, como si toda su intensidad
-que es descarnada- corriera por dentro, mientras exteriormente solo se
producía un trámite quieto y casi descolorido.
En eso, Vidal no se equivocaba porque tenía una suerte
de puntería indefinible para medir la potencia con que volcaba cada texto. Así
ocurrió también con el juego interactivo de La boda de Brecht, donde el público
participaba como invitado a ese casorio que se hamacaba entre la gracia
costumbrista y el filo crítico a los hábitos burgueses y que se llevó a Buenos
Aires donde obtuvo una notable respuesta del público. En sus períodos como
director artístico del elenco oficial, Vidal hizo grandes cosas, como la
coordinación del colosal montaje de Las mil y una noches o el mosaico de
fragmentos de Shakespeare que fue una de sus últimas tareas.
Un hombre que nunca se apeó del enfoque cerebral de las
obras que abordaba, y nunca renunció al empleo de su sensibilidad como guía de
un espectáculo, convirtió hace algunos años una pieza de la vejez de Lope de
Vega, creada como un pasatiempo para sus nietos y titulada Gatomaaquia, en un
delicioso juego escénico entre cuatro actores casi acrobáticos, envueltos en
una levedad, una gracia y un encanto incomparables, como ejemplo del apogeo de
la madurez de Vidal y una suma de su sabiduría para convertir un texto menor en
la plataforma de una obra maestra en materia de dirección. La muerte de este
creador se suma ahora a las pérdidas que ha sufrido el teatro uruguayo con la
desaparición de gente como Federico Wolff, Atahualpa del Cioppo, Omar Grasso o
Eduardo Schinca.
Este cronista tuvo hace unos días la buena suerte de
llamar a Vidal por teléfono y que él lo atendiera, con la misma voz de siempre,
vigorosa y llena de ánimo, como ejemplo de la guapeza que lo acompañó toda la
vida. Ahora corresponde hacer llegar a su hija, y a la madre de esa hija que es
Margarita Musto, la emoción de un periodista que admiró tanto al que acaba de
morir, cuya partida empobrece tanto al arte nacional. Qué tristeza.
Extraído de: http://www.elpais.com.uy/
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