Por Gabriel García Márquez, escritor de Aracataca y Macondo
(1927-2014)
Roberto Sari Torres
Hace tiempo (más de 30 años) en menos de 72 horas leí
dos veces “Cien años de soledad” porque fue convenido el plazo del préstamo del
libro. Por entonces era un lector veloz y nunca más volví a verlo. Pero quedó
en el recuerdo para que, cuando en un claro de la selva sudamericana me tope
con el brillo de “El Dorado” de Guatavita, tal visión no me sorprenda.
Dicen por allá que al verlo queda el espíritu
impregnado del resplandor de oro de su leyenda.
También en el imaginario son capaces de corporizarse las brillantes
figuras de los caciques Chibchas; todos bañados sus cuerpos con polvo de oro,
cuando iban en una balsa hata el centro de la laguna territorial para arrojar
ofrendas preciosas a los dioses de la tribu; a “Bochica”, protector de los
hombres y a su esposa la diosa “Yubecayguaya”, o “Chis”, para que no los
alcance la furia de “Huitaca” la brutal divinidad del mal.
Gabriel García Márquez (“Gabo” o “Gabito”) el gran
escritor colombiano-latinoamericano fue literalmente un producto auténtico del realismo mágico de
un “El Dorado” que guiaba la ambición de los navegantes ibéricos del mil quinientos, buscando un tesoro que sólo era un cuento legendario.
Gabo, como heredero intelectual de aquel realismo existencial de los chibchas y
su magia por los mitológicos dioses rescata, en el grandioso escenario
literario de Macondo, un imaginario surrealista narrado con impactante maestría
en “Cien amos de soledad”. El aire viejo y el embrujo de aquella población
donde los “Buendía” tenían el centro de sus vidas, mirado con el telescopio de
los paradigmáticos años 60 latinoamericanos del Siglo XX, enseguida nomás el
libro fue adoptado por todos como uno
que contaba un largo cuento sobre una historia real o muy parecida a otras, con
algunas peculiaridades que, para algunos tal vez, podrían ser desconcertantes o
un poco raritas pero nada más. Creo que a García Márquez no se le podría
imaginar nativo de otro continente que no sea Sudamérica, donde el
realismo y el surrealismo se interfieren
constantemente.
En la novela de Macondo un “lingote” de hielo parecía
llamar la atención, más que uno de oro
puro y Cien años de soledad podría
aproximarse, algo camuflada, a la mismísima historia de Aracataca, la aldea
natal del Gabo; como último y lejano pariente de los Buendía que figuraban en los asientos del registro civil
de aquel pueblito mártir, aniquilado por el huracán conjurado por una maldición
tropical que automáticamente pondría en marcha, cuando el último de la estirpe
naciera con colita de chanco. Y eso fue lo que pasó, por lo que el tornado se
lanzó desde donde no se sabe, sobre aquella aldea de magia y mariposas
amarillas. Tal circunstancia hizo que aquel fenómeno no quedara registrado
civilmente. El viento de 400 kilómetros
por ahora aullando ferozmente, se llevó por el aire, junto con Macondo, a aquel pobrecito “colita
de chancho”, el último de una estirpe
condenada en aquella tierra, por la exótica brujería de aquellos demonios,
peores que Huitaca, que de mar océano
llegaron tras el paso de Alonso de Ojeda Núñez de Balboa, Jimenez de Quesada, y
otros capitanes de mar afuera.
Al pie de la Sierra Nevada, el Gabito colombiano de
Sudamérica preparaba la denuncia
cultural contra la malvada hechicería histórica que llegó con los
conquistadores. Lo hizo con una de las más geniales novelas escritas en los
últimos 2.500 años, luego de “La Ilíada” y “La Odisea” del gran Homero de
Grecia. Allí en sus mágicas páginas Gabo
certifica que aunque parezca mentira todo es verdad, incluso el breve existir del último descendiente de la estirpe
embrujada por esotéricos agentes de los
conquistadores; estirpe también la embrujada, de ese pueblo sudamericano, que
te inspiró aracateño y que se desangró por las “Venas abiertas de América
Latina”.
Y pensan que hace pocos días en México saliste de tu
casa para acariciar a la multitud que
fue a expresarte su cariño y saludo por
tu cumpleaños número 87l sostenías en la mano un ramito de flores amarillas,
como las mariposas de Macondo, mientras vos te largabas a dar unos pasos de
baile; remembranzas indias tal vez de aquellas tribusde los cacices de oro. Y ahí
tenés vos Gabo lo que es la vida ¿No? Unas tres semanas después, veleidosamente
ella te abandonó; pero pese al poder de la muerte, esta sólo pudo cargar con tu
cuerpo viejo y gastado por tanto haber vivido moldeando por lo escrito, y tan
magníficamente, el espíritu sudamericano.
¿Y en las honras ante su cadáver, qué podría decir yo?
Creo que inspirándome en los versos de
Antonio Machado, por Gabo pediría hacerle “un duelo de labores y esperanzas”. “De
labores” en la búsqueda antropológica,
intelectual, histórica cultural, antecesora de los pueblos nativos de la América del Sur; “labores” literarias que enm
el encanto de su prosodia, de ficción y
realismo, ella reivindique en su urdimbre expresiva la identidad de nuestros
pueblos nacionales latinoamericanos que
han pagado, con extremo valor y sacrificio, por su libertad, por su
arte, por sus derechos humanos, de gente y nación; inspiración liberadora del
yugo intelectual domionante que vino, o trajeron aquellos, los buitres de la
ambición que orbitan en el “espacio exterior”.
De alguna manera pienso que “aquel” que antaño ocupara
las largas noches teóricas de Florentino Ameghino: el “Hombre americano”,
de fin de la Era Terciaria, es probable que con su transparente y arcaica sombra, en 1982,
te haya acompañado hasta el estrado de Estocolmo para recibir el premio Nobel de Literatura. Yo sentí que
estaba ahí también, en la multitud de tus palabras, en la urdimbre de tu
pensamiento y metáfora, como uno más de
los millones de latinoamericanos condenados desde hace mucho, por la
injusticia, el exilio, la incertidumbre, lo extremo del dolor soportado; por
opresiones mercenarias; por los NN en osarios clandestinos de ayer y de siempre
antes. Estuve con vos allí, junto con
los condenados a cien año de soledad; por lo menos hasta aquel día glorioso del
Nobel con el que distinguieron tu calidad de escritor. El premio de la
Academia puede verse también como lo vi yo al menos, con sentido de
reivindicación del pueblo de la saga, porque no necesitan absolución quienes no
delinquieron ni pecaron.
Hasta ese instante los públicos del mundo sólo conocían la
ficción de una mágica condena a sufrir todo un siglo, de
incomunicación, de silencio y aniquilación del pago natal; todo conjurado por
una maldición como castigo a “pecados” de endogamia lasciva, sensualismo o poligamia que pudieran haberse contenido; por
las dudas, porque así aullaban, malditas, las brujas del viento, aunque nadie
hasta entonces los había denunciado.
Al conocer el escritor su pensamiento, reivindicando a
las estirpes antaño condenadas, el conjunto de aquellos públicos del mundo se
estremecieron por la justa causa que titilaba en las entrelíneas protocolares
de tu discurso latinoamericano. El espíritu del continente al que Leonardo da Vinci designó y escribió
sobre un plato, todavía inconcluso del “Nuevo Mundo”, el nombre “América”, su
espíritu –decía- estuvo en aquel aplauso de Estocolmo, con el autor
argumentando por qué la condena de los “Macondos” a sufrir cien años de
soledad, debía cesar. El escritor de Aracataca, que vivió hasta su muerte 30 años en México, vio cómo el amanecer del Siglo XXI, y ya en estos
primeros 14 años, la cosa se veía venir con paradigmas culturales de nuevo tipo
co existiendo con los de la vieja América del segundo mil
enio. Creo que si se
lo hubiera propuesto, habría escrito los cien años de soledad de un Macondo
norteameriano en el país azteca, tan colorido como el colombiano, al pie de
grandiosas pirámides.
Especialmente parece que el Sur es el Norte y
temporalmente, siempre, el hoy será el
pasado de mañana; pero mientras tanto la Humanidad perdía a uno de sus más
insignes maestros de la literatura universal de todos los tiempos –de Homero
hasta nuestros días-, maestro de imaginarios
inspiradores culturales, filosóficos, científicos y sociales; inspiradores de
surrealismos y realismos paralelos donde
la solidaridad y la ficción es lo corriente. Por todo eso el Gabo nunca
jamás se ha ido.
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