sábado, 6 de septiembre de 2014


Lo nacional, lo foráneo y el sentir local


Aldo Roque Difilippo



La reciente premiación del 56º Premio Nacional de Artes Visuales generó  comentarios  y críticas en diferentes ámbitos, desde las redes sociales hasta los medios de comunicación. Es que vuelve a poner sobre  la mesa de  debate el tema de qué es arte y que no. Qué elementos debe tener una obra para ser reconocida  y distinguida en un certamen.
 Más allá de estos aspectos que hacen  a la anécdota de la cuestión, creemos que  es  un buen momento para  reflexionar sobre otros aspectos en un país notoriamente dividido en su concepción de las  cuestiones artísticas. Uruguay  reparte su población casi en mitades. Por un lado Montevideo (1.319.108 habitantes) y Canelones  (520.107), y por otro lado los 17 departamentos restantes con sus 1.839.215 habitantes, de acuerdo al último censo de población realizado
por el Instituto Nacional de Estadísticas.
Y este dato no es menor teniendo en cuenta que en esa pequeña porción del territorio nacional, donde se toman todas las decisiones de fondo de la vida  uruguaya, vive la mitad de la  población que  decide, determina y hasta ordena los parámetros en los que debe vivir   y regirse la otra mitad.  Esa situación se da en todos los órdenes de las decisiones de gobierno, pero quizá en estos temas como los culturales  quede más en evidencia  ese divorcio existente entre lo que determinan quienes deciden y lo que piensan, sienten y opina  el resto.
Nótese que no estamos haciendo juicio de valor ni poniendo en  controversia  si está bien o está mal instituir el Premio Nacional de Artes Visuales a un bordado que  reproduce   en otra escala  el trabajo artesanal y milenario de esa bordadora que  cumple con su tarea meticulosamente, con el rigor de un artista pero sabiendo y asumiendo que su tarea no es arte, es simplemente un elemento utilitario que cumplirá un determinado fin y allí cerrará su existencia. Al igual que el artesano que moldea el barro para  dar forma a la taza que posteriormente será utilizada por el niño para tomar su leche diaria. El orfebre moldea su barro, sabe de los recursos y los trucos que debe emplear en él para conseguir un fin: que ese elemento contenga  la leche que alimente al niño. Nada más simple y nada más inmenso que eso. Lo mismo que el que construye una silla, o el que levanta una pared.
En el Uruguay  más de 1.800.000 personas viven  en un territorio distinto al metropolitano. Hablan distinto, piensan distinto, se expresan en forma diferente, tienen otros intereses, otras prioridades y expectativas. Encuentran en su entorno otras motivaciones, otros recursos, otros colores y olores;  y eso los lleva a  concebir lo que hacen de otra manera. Ni mejor ni peor. Distinta. Es así que millares se congregan en Tacuarembó para reencontrarse con sus tradiciones en el festival de la Patria Gaucha, que otros miles  lo hacen a orillas del Olimar o el Yi, o que en Artigas el festejo del Carnaval esté más asociado con las festividades brasileras que con las uruguayas. Y el arte, el artista mal llamado local, vuelca en su lenguaje esas expresiones esos colores, esa forma de ser y sentir.
Por eso entendemos que  catalogar como “Premio Nacional” y distinguir con ese galardón a una obra (sea cual sea su modo expresivo) que  no refleje ese  colectivo nacional es como catalogar de  uruguaya a la música tirolesa, o al vodka, o a la lucha de sumo. Está bien, la puede ejecutar un uruguayo, pero en esencia será una  expresión foránea  realizada por un coterráneo, pero nada  más que eso.
En este caso nos parece lo mismo, asumiendo lo ambiguo y controversial que puede tener el concepto  “nacional” entendemos que en su esencia, ese modo expresivo utilizado por la artista premiada, no refleja el sentido nacional  que  tiene  ese premio.

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