Lo nacional, lo
foráneo y el sentir local
Aldo Roque Difilippo
La
reciente premiación del 56º Premio Nacional de Artes Visuales generó comentarios
y críticas en diferentes ámbitos, desde las redes sociales hasta los
medios de comunicación. Es que vuelve a poner sobre la mesa de
debate el tema de qué es arte y que no. Qué elementos debe tener una
obra para ser reconocida y distinguida
en un certamen.
Más allá de estos aspectos que hacen a la anécdota de la cuestión, creemos
que es
un buen momento para reflexionar
sobre otros aspectos en un país notoriamente dividido en su concepción de
las cuestiones artísticas. Uruguay reparte su población casi en mitades. Por un
lado Montevideo (1.319.108 habitantes) y Canelones (520.107), y por otro lado los 17
departamentos restantes con sus 1.839.215 habitantes, de acuerdo al último
censo de población realizado
por el Instituto Nacional de Estadísticas.
Y
este dato no es menor teniendo en cuenta que en esa pequeña porción del
territorio nacional, donde se toman todas las decisiones de fondo de la
vida uruguaya, vive la mitad de la población que
decide, determina y hasta ordena los parámetros en los que debe
vivir y regirse la otra mitad. Esa situación se da en todos los órdenes de
las decisiones de gobierno, pero quizá en estos temas como los culturales quede más en evidencia ese divorcio existente entre lo que
determinan quienes deciden y lo que piensan, sienten y opina el resto.
Nótese
que no estamos haciendo juicio de valor ni poniendo en controversia
si está bien o está mal instituir el Premio Nacional de Artes Visuales a
un bordado que reproduce en otra escala el trabajo artesanal y milenario de esa
bordadora que cumple con su tarea
meticulosamente, con el rigor de un artista pero sabiendo y asumiendo que su
tarea no es arte, es simplemente un elemento utilitario que cumplirá un
determinado fin y allí cerrará su existencia. Al igual que el artesano que
moldea el barro para dar forma a la taza
que posteriormente será utilizada por el niño para tomar su leche diaria. El
orfebre moldea su barro, sabe de los recursos y los trucos que debe emplear en él
para conseguir un fin: que ese elemento contenga la leche que alimente al niño. Nada más
simple y nada más inmenso que eso. Lo mismo que el que construye una silla, o
el que levanta una pared.
En
el Uruguay más de 1.800.000 personas
viven en un territorio distinto al metropolitano.
Hablan distinto, piensan distinto, se expresan en forma diferente, tienen otros
intereses, otras prioridades y expectativas. Encuentran en su entorno otras
motivaciones, otros recursos, otros colores y olores; y eso los lleva a concebir lo que hacen de otra manera. Ni
mejor ni peor. Distinta. Es así que millares se congregan en Tacuarembó para
reencontrarse con sus tradiciones en el festival de la Patria Gaucha, que otros
miles lo hacen a orillas del Olimar o el
Yi, o que en Artigas el festejo del Carnaval esté más asociado con las
festividades brasileras que con las uruguayas. Y el arte, el artista mal
llamado local, vuelca en su lenguaje esas expresiones esos colores, esa forma
de ser y sentir.
Por
eso entendemos que catalogar como “Premio
Nacional” y distinguir con ese galardón a una obra (sea cual sea su modo
expresivo) que no refleje ese colectivo nacional es como catalogar de uruguaya a la música tirolesa, o al vodka, o
a la lucha de sumo. Está bien, la puede ejecutar un uruguayo, pero en esencia
será una expresión foránea realizada por un coterráneo, pero nada más que eso.
En
este caso nos parece lo mismo, asumiendo lo ambiguo y controversial que puede
tener el concepto “nacional” entendemos que
en su esencia, ese modo expresivo utilizado por la artista premiada, no refleja
el sentido nacional que tiene
ese premio.
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