Durante
esos años viajó intensamente por tierras de la meseta castellana,
con el propósito de conocer tanto su paisaje como la situación
social de sus gentes, que entonces era de extrema miseria. Compartió,
junto a R. de Maeztu y P. Baroja, una viva admiración por la obra de
Nietzsche, así como doctrinas de carácter revolucionario.
Se
licenció en derecho y se dio a conocer enseguida a través de sus
colaboraciones en la prensa: de hecho, el seudónimo Azorín apareció
por vez primera en un artículo publicado en España.
Publicó asiduamente en periódicos y revistas de la época. Una
primera trilogía narrativa, compuesta por los volúmenes La
voluntad (1902), Antonio
Azorín (1903) y Las
confesiones de un pequeño filósofo (1904),
constituye un extenso proceso de reflexión personal que lo llevó a
cambiar radicalmente sus posiciones. Desilusionado, sus propias
conclusiones lo llevaron a adoptar un ideario conservador al
enfrentarse con algunos de los mitos finiseculares.
En
ese momento, su prosa despunta ya con fuerza por una extraordinaria
valoración del objeto en sus mínimos detalles, claridad y precisión
expositivas, frase breve y riqueza de léxico. Todo ello, en su
tiempo, hizo que su obra supusiera una auténtica revolución
estética, si se la compara con el grueso de la producción
decimonónica.
Para
el propio Azorín el objeto primordial del artista no ha de ser otro
que la percepción de lo "sustantivo de la vida". En
consecuencia, pues, con este propósito de su particular técnica
narrativa, y siguiendo de cerca los análisis que sobre la obra
azoriniana desarrolló J. Ortega y Gasset, lo decisivo no está en
"los grandes hombres, los magnos acontecimientos, las ruidosas
pasiones, sino en lo minúsculo, lo atómico". Técnica
impresionista, pues, que aspira a ofrecer la esencia espiritual de
las cosas mediante descripciones líricas en las que predomine la
emoción delicada y atenta.
Impregnándose
de estos valores, su narrativa se verá asaltada constantemente por
la obsesión del tiempo, la serena contemplación del paisaje, de la
historia, y una renovada sensibilidad ante los clásicos. En esta
línea, aparecerán Los
pueblos (1905), La
ruta de Don Quijote (1905), Castilla (1912), Clásicos
y modernos (1913), Al
margen de los clásicos (1915)
y Una hora de España (1924).
Sus
ensayos narrativos y teatrales, poco apreciados por la crítica,
conforman sin embargo otro de los grandes capítulos de su obra: Don
Juan (1922), Doña
Inés (1925),Old
Spain! (1926), Brandy,
mucho brandy (1927), Félix
Vargas (1928)
y Superrealismo(1929)
son algunos de sus títulos más notables.
Azorín,
que también escribió teatro, dio dos piezas que crean un vago
ambiente de misterio: Lo
invisible (1928)
y Angelita (1930),
de éxito más bien escaso. Su obra de vejez siguió presidida por
los temas que dominan su visión del mundo: la irrealidad de la vida,
el ámbito del arte, la nostalgia por el pasado de
España: Madrid (1941), El
escritor (1941) y París (1945)
son tres de los títulos de esta etapa final. Académico de la lengua
española desde 1928, lo esencial de su vida está recogido en
sus Memorias inmemoriables (1940).
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