Cómo
se limpiaban los campos de batalla de las guerras napoleónicas
por
Jorge Alvarez
Año
1807, al término de la cruenta batalla de Eylau: el soldado francés
Jean Baptiste de Marbot se despierta, tras varias horas inconsciente,
cubierto de sangre y sobre un carro, rodeado de cadáveres. Está
completamente desnudo y sólo conserva el sombrero porque le han
quitado toda la ropa y pertenencias al haberle dado por muerto. Esa
desagradable experiencia fue narrada por él mismo en un relato.
Es una
de esas cuestiones que los libros de historia no suelen explicar
porque normalmente detienen su narración con la victoria o la
derrota de los ejércitos y las consecuencias políticas posteriores.
Pero, entretanto, los campos de batalla europeos quedaban sembrados
de muertos, tanto de hombres como de caballos, sin contar las
ingentes cantidades de material. Y se calcula que entre 1803 y 1815
las guerras napoleónicas se llevaron por delante la vida de entre
3,5 y 6 millones de personas, unas por acciones bélicas (de 500.000
a 2 millones) y el resto por enfermedades relacionadas. ¿Qué pasó
con todos esos cuerpos? ¿Quién se encargaba de limpiar aquellos
dantescos escenarios?
Quien
limpiaba los campos batalla guerras napoleonicas
En una
curiosa imitación de la Naturaleza, en la que se relevan los
carroñeros por orden de llegada o por fuerza para luego dejar paso a
gusanos y bacterias, había varias acciones sucesivas que poco a poco
despejaban el terreno (por supuesto, vamos a obviar la labor de los
arqueólogos). Los primeros eran los propios soldados vencedores, que
recogían armas y equipo del enemigo, así como el calzado, parte de
la ropa y objetos personales de valor (relojes, licoreras, medallas,
pitilleras…) para compensar así su exiguo sueldo. En la siguiente
oleada se sumaban sus mujeres y después, si el choque había sido
cerca, llegaban incluso los vecinos de las localidades del entorno, a
ver qué podían encontrar.
Más
tarde aparecían los saqueadores, carroñeros humanos, que ya no iban
a encontrar material y se centraban en el propio cuerpo: provistos de
alicates se afanaban en arrancar los dientes de los caídos. No sólo
los de oro, cuyo precio sólo podían permitirse los mandos, sino las
piezas dentales normales, muy cotizadas para fabricar dentaduras
postizas. Es sabido que tras la batalla de Waterloo el mercado de
éstas vivió un momento boyante, ya que el número de víctimas
proporcionó material en abundancia y además de gran calidad, dada
la juventud de los soldados que murieron allí; algo que se
especificaba en los anuncios, hasta el punto de que las prótesis de
esa época recibieron el nombre de Dientes de Waterloo como sinónimo
de garantía de perfecto estado.
Tras
ese despojo comunitario, lo normal era que el vencedor designara un
contingente para proceder al entierro de los cadáveres -a menudo en
una fosa común o con unas pocas paletadas de tierra cubriendo el
montón someramente- o a su quema -para prevenir epidemias-.
Dependía, en parte, de la prisa que se tuviera, puesto que a lo
mejor la campaña requería reanudar la marcha sin detenerse más. En
tal caso, sí que era cosa de la naturaleza ocuparse del asunto:
buitres, cuervos, lobos, zorros… Todos los carnívoros tenían un
festín a su disposición.
Dentadura postiza hecha con dientes de caídos en Waterloo |
En
cualquier caso, era algo que llevaba su tiempo, dependiendo de
factores climáticos, la magnitud de las bajas y la predisposición
tanto de los soldados como de las gentes locales. El 2 de marzo de
1807, tres semanas y media después de la amarga y difícil victoria
de Napoleón en Eylau, el número 64 del Boletín de la Grande Armée
dejaba una espeluznante visión: “Se requiere un gran trabajo para
enterrar todos los muertos… Imagínese en el espacio de una legua
cudadrada nueve o diez mil cadáveres; cuatro o cinco mil caballos
fallecidos; líneas enteras de mochilas rusas; piezas rotas de
fusiles y sables; el suelo cubierto de balas de cañón, obuses y
municiones; veinticuatro piezas de artillería, cerca de las cuales
yacían los cuerpos de sus servidores, caídos en el intento de
llevárselas en su retirada. Todo esto era lo más destacable en un
terreno cubierto de nieve”.
El
general francés Philippe de Ségur también dio una impactante
descripción del campo de batalla de Borodinó, en 1812, al volver a
pasar por él dos meses después durante la retirada de las tropas
napoleónicas: “Todos los alrededores estaban cubiertos de
fragmentos de cascos y corazas, tambores rotos, grupos de cañones,
jirones de uniformes y estandartes teñidos de sangre. En este lugar
desolado yacen treinta mil cadáveres a medio devorar junto a una
pila de esqueletos que coronaba una de las colinas y
sobredimensionaba el conjunto. Parece como si la Muerte hubiera
colocado aquí su trono”.
Napoleón
había ordenado al VIII Cuerpo de Westfalia enterrar a los muertos y
transportar a los heridos mientras el resto del ejército seguía
camino de Moscú, pero una cosa era la teoría y otra la práctica;
la sanidad militar de entonces era rudimentaria y se basaba en la
amputación para prevenir la gangrena y además no hubo forma de
encontrar suficientes carros para los que no podían caminar. Por
tanto, hubo que adoptar medidas extremas y rematar a los heridos
graves que así lo solicitaron; otros murieron lentamente y fueron
encontrados después mordiendo la carne de los cuerpos de sus
caballos. Los habitantes de las poblaciones rusas no lo pasaron mejor
y se encontraron iglesias quemadas con cientos de difuntos
carbonizados dentro; otros tuvieron más suerte y fueron reclutados a
la fuerza para cargar con los heridos. El sargento Adrien Bourgogne
completó la terrible visión contando que en Borodino había brazos,
piernas y cuerpos diseminados por todas partes, que habían enterrado
a los suyos (a los rusos no) pero las prisas les obligaron a cavar
fosas poco profundas y la lluvia torrencial había removido la tierra
sacando los despojos a la superficie.
En
Waterloo se contrató a campesinos locales para limpiar el campo de
batalla: medio centenar de operarios con pañuelos cubriendo su
rostro (por el hedor) bajo supervisión del personal médico. Los
difuntos aliados fueron inhumados y los franceses quemados. Las piras
estuvieron ardiendo más de una semana, los últimos días
alimentadas ya sólo por la propia grasa humana. Aún así, todavía
se podían ver huesos de los combatientes un año después, así que
se encargó a una empresa su recogida; las osamentas se destinaban a
ser molidas para usarse como fertilizante (al parecer de gran
calidad), algo que se extendió a otros escenarios bélicos: un
periódico británico calculaba en 1822 que el año anterior se
habían importado un millón de toneladas de huesos humanos y equinos
de esos lugares, entrando por el puerto de Hull y siendo enviados a
las trituradoras de vapor de Yorkshire; de allí se mandaban a
Doncaster, donde estaba el principal mercado agrícola nacional, para
vender a los campesinos. El artículo planteaba la paradoja de que
las bajas en el frente también resulten útiles.
Un
último agente limpiador es el cazador de recuerdos. Tras la derrota
final de Napoleón, se puso de moda entre muchos británicos
acomodados el viajar a Waterloo, París y otros sitios relacionados
con el Emperador, en un precedente del turismo organizado. Pasear por
los campos de batalla en busca de objetos -sin importar el olor a
muerte y carne quemada que aún flotaba en el ambiente- fue toda una
afición: sombreros, cartas, munición diversa, libros, corazas
(mejor si estaban perforadas por proyectiles), cascos, botones, a
veces incluso algún hueso olvidado. Pronto la demanda de reliquias
fue superior a la oferta y, así, originó un nuevo negocio, el del
coleccionismo. No es de extrañar que hace poco, en 2012, la gran
noticia sobre el tema no fuera tanto el hallazgo de los restos de un
soldado de esa batalla como el hecho insólito de que tuviera todo su
equipo consigo; a alguien se le pasó.
http://www.labrujulaverde.com/
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