Viaje hacia el fondo de la librería
Roberto Gomensoro, Susana Sureda y Erasmo
Bogorta tienen en común la pasión por los libros. Los compran, los venden, los
leen, los clasifican, los guardan: los aman.
Los libros usados
ejercen una fascinación peculiar. Existe toda una clase de buscadores de
tesoros que visitan las librerías de Tristán Narvaja y de la Ciudad Vieja tras
una gema escondida, una edición rara, un autor que todavía no es de culto pero
al que es cuestión de darle tiempo. En ese camino aparece un espécimen muy
particular: el librero.
Se trata de gente que
tiene una relación muy especial con los libros, los ven de muchas maneras: la
fecha de edición, el número de edición, la dureza de la tapa, el diseño de la
tapa, la calidad del papel, el olor del papel, la tipografía, la corrección, el
tacto. Y la calidad de la escritura, también, por supuesto, la calidad del
autor, el reconocimiento de su firma, el goce estético, cómo no.
Susana Sureda está
rodeada de libros desde que nació. La foto que ilustra esta página bien podría
ser el cuento de su vida. Su padre fundó la librería en 1923, después de años
de vendedor en la feria Tristán Narvaja. Ella nació en 1932.
Empezó a colaborar en
la librería cuando era una niña y dice que era lo que más le gustaba hacer.
Desde 1955 está al frente del negocio, que lleva su apellido y está en Arenal
Grande entre Rivera y Rodó.
Es un lugar muy
particular. Parecería que los libros crecieran y se agarraran a las paredes
como una enredadera, o que fueran un solo organismo hecho de millones de
páginas y decenas de miles de tapas. Sin embargo, ese monstruo se lleva muy
bien con su dueña. “Siempre estuve entre libros”, dice con una sonrisa juvenil,
a sus 81 años, sentada en un banquito de madera en la base de una montaña de
libros, ataviada con una túnica bordó.
¿Y qué tal el oficio?
“Para mí es maravilloso, porque se genera una amistad entre el cliente y el
librero. Hay gente que busca algo específico pero hay otros que piden consejo,
y también están los que enseñan, porque hablan de autores y temas que uno tiene
que buscar y aprender”.
Sureda trabaja sola y
debe tener dos o tres decenas de miles de libros. Están por todos lados; solo
hay pequeños senderos para caminar entre ellos. Ocupan todas las paredes en varias
filas y se desarrollan también en pirámides de distintas alturas. Cuando le
pregunto cómo hace, sola, para administrar ese emporio, me interrumpe: “No voy
a vender la librería. Los libros son mi vida. Si la vendo, me voy al pozo”.
Me intriga cuál será
la forma de encontrar algo específico en ese bosque escarpado de libros.
Pregunto por García Márquez. Allá vamos: hay un peñasco particular que, después
de un par de maniobras sencillas, deja un claro de literatura latinoamericana.
Aparecen varios títulos del premio Nobel colombiano.
En un risco vecino,
descubro un título muy interesante, que yo tuve y se me ocurrió prestar:
Agonistas y protagonistas, de Ramón Mérica, en excelentes condiciones y con la
cubierta original. Son $ 250. Los pago. Sureda le pone el sello de la librería
y me lo da.
La librera habla de
dos habitaciones más, llenas de libros, más un altillo. Quiero verlas y,
después de ciertas dudas, accede a mostrármelas. Es un universo aún más denso
que el anterior. Hay anaqueles desde el piso hasta el techo cargados de
volúmenes de distintas épocas, tapas duras y blandas, colecciones,
diccionarios. Luego un corredor con claraboya con las paredes tapizadas de
libros, y la escalera al altillo, también atestada.
Camino alucinado, como
en un sueño, o un cuento de Felisberto Hernández, y digo: “Me gustan los
libros” y la anfitriona replica: “Se ve”.
“Ya no compro”, dice
la librera cuando estamos otra vez adelante. “No tengo dónde meterlos”. De
hecho el piso de madera está dando señales de ceder. Sureda dice que quiere
llegar a 2023, cuando la librería cumpla 100 años. “Ahí sí, bajo la cortina”,
dice, y sonríe otra vez.
El inmortal
Roberto Gomensoro es
un joven librero. Se podría decir que se está iniciando en el tema, a sus 43
años de edad y 15 en el rubro. Sin embargo, está al frente de dos librerías con
una personalidad muy definida, El Inmortal, que se especializa en libros
usados, y Rayuela, que pone el énfasis en libros nuevos, ambas en Tristán
Narvaja entre 18 de Julio y Colonia.
Gomensoro empezó a
hacer su propia biblioteca desde muy joven, hasta que se decidió a poner un
aviso en el diario: “Compro libros usados”. La gente respondía y el aspirante a
librero iba en bicicleta; si eran muchos, tenía que llevarlos en taxi. Juntó
700 y se decidió a alquilar, con un socio, un local muy pequeño en Tristán
Narvaja y empezar a vender libros usados. Tenía 28 años.
“Yo creía que sabía
algo de libros pero no sabía nada. Creía que los libros buenos tenían mejores
posibilidades de venderse, por ejemplo”, recuerda. Ahora sabe de sobra que eso
no es así pero El Inmortal mantiene la porfía de la calidad, de interesar al
cliente con ediciones interesantes, autores interesantes, tendencias y temas
interesantes. El libro usado, después de todo, ya pasó la prueba de cierto
tiempo.
Gomensoro vende nuevo
y usado, y eso le da una perspectiva inusual: “Puedo seguir la historia de un
libro, las circunstancias en las que fue editado y cómo se transformó, por la
carrera de su autor, en un objeto de culto. Eso solo te lo puede dar el
tiempo”, dice. Es que con los libros la
lógica es otra: primeras ediciones que pasaron sin pena ni gloria por las
librerías adquieren precios extraordinarios cuando el autor se convierte en
alguien.
A Gomensoro le
encantaría que eso pasara con algún autor publicado por estas editoriales
nuevas que “cuidan la tipografía, el diseño, arriesgan, como Hum, Criatura,
Irrupciones, Max Pimienta”.
¿Y cuáles son los
libros más lindos de vender?, pregunto,
esperando que me hable de márgenes de ganancia: “La satisfacción es vender lo
que el cliente estaba buscando; ese que pregunta con pocas esperanzas y vos se
lo das”, responde. “Los libros hermosos te da pena venderlos. Tengo la primera
edición de Poesía vertical, de Roberto Juarroz. Vos lo ves, así, chiquito, y
todo lo que generó”, reflexiona. Lo vende a US$ 150, y se despedirá para
siempre de él cuando se lo compren.
Gomensoro no le
recomienda el negocio al que quiera hacerse rico ni al que quiera ganarse la
vida de manera fácil. Hay que sentirlo. “Sos el mediador entre el autor y el
lector. Son libros, no celulares. Tampoco son adornos, van a ser leídos”. Y
además “El Inmortal es una librería donde se toma café y hay lectores que saben
mucho. Llegan autores, investigadores. Se aprende y se disfruta”.
Erasmo
Me dijeron que hablara
con Erasmo Bogorta, porque “es un tipo que sabe de libros”. Trabaja en las
librerías Minerva, que tienen dos sucursales en Tristán Narvaja. Sabe de
libros, en general, y le gusta la poesía, en particular. Es un admirador de
Pablo Neruda, César Vallejo, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Antonio
Machado y Federico García Lorca. Tiene 63 años y hace 25 que trabaja con los
libros, aunque son su pasión desde siempre.
Erasmo es un
caballero, hace gala de una amabilidad que parece de otra época o de alguna
cultura más civilizada. Estudió bibliotecología y cita a Kipling o a Bécquer
sin afectación, al servicio de un concepto, de una idea.
La época de oro fue,
tal vez, cuando enfrente a la librería estaba la Facultad de Humanidades (ahora
es la de Psicología). “Acá venían los docentes, muchos de ellos autores que yo
admiraba, gente que era un placer escuchar”.
Uno de los gustos del
librero es comprar una biblioteca, algo que sucede con cierta frecuencia.
Erasmo recuerda especialmente cuando la
librería adquirió la que había pertenecido a Nelly Goitiño, actriz y directora
de teatro fallecida en 2007. “Era clienta nuestra. Yo recuerdo haberle vendido
una bellísima edición de las acuarelas de Goya”. Ese libro volvió, porque estaba
en la biblioteca.
Y había mucho más:
“Ediciones de las décadas de 1920, 1930, 1940 y 1950. Nosotros creíamos que
eran libros que íbamos a tener unos cuantos años, pero en seis meses se había
vendido casi todo y seis meses después solo quedaba el recuerdo”, añora Erasmo.
“Yo no soy un gran
aficionado a las primeras ediciones. El destino de los libros es ser leídos.
Pero me dio un poco de pena desprenderme de alguno de los libros de esa
biblioteca”, relata.
Puesto a ver el lado
oscuro de su oficio, el librero aclara que como todo trabajo con público
“hay algunos incidentes, a veces las
personas no tienen el respeto y la honestidad elementales”. También hay otro
extremo: “A veces las librerías son como grandes consultores psiquiátricos”.
Erasmo sufrió en carne propia un episodio de la primera categoría: “A mí me
asaltaron en una oportunidad. Por suerte no fue más de lo que fue”.
En todo caso, Erasmo
lamenta que haya aumentado la falta de educación y honestidad, por un lado, y
disminuido el ocio vespertino de los pacientes psiquiátricos, por otro.
El librero insiste en
que el lado luminoso del oficio es mucho más representativo que el oscuro: “Me
gusta mucho también el público de los domingos, gente más distendida, más
variada, más representativa y que, en general, aprecia el libro”.
Recomendar autores,
recibir noticias de autores, hablar de letras. Esa es su rutina y su orgullo.
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