Primeros casos de la Fiebre Amarilla en
Buenos Aires
Felipe
Pigna
Hubo un
aviso, pero claro, los muertos eran pobres, de los barrios bajos, de las
marismas, y la epidemia de cólera de 1867, con sus casi 600 fallecidos, fue
tomada como una comprobación de las leyes malthusianas que invitaban a los
ricos a sentir cierto alivio cuando morían tantos pobres. Se venían denunciado
las pésimas condiciones de vida de la mayoría de la población que carecía de
agua potable y servicios cloacales. El nombre dado a la “reina del Plata” no
dejaba de asombrar a los visitantes extranjeros que apenas se alejaban de los
ricos y elegantes salones podían percibir que no eran justamente buenos aires
los que se respiraban en aquella ciudad que crecía desordenadamente y que según
el censo de 1869 tenía casi doscientos mil habitantes.
No había
recolección de residuos y los basurales abundaban particularmente en los
“barrios bajos”, que tenían el raro privilegio de acumular desechos propios y
extraños. El método para reducir los volúmenes de basura era absolutamente
insalubre y consistía en pasar por encima de los desperdicios una gran piedra
aplanadora que comprimía los desechos pero no los eliminaba sino que los
dispersaba y los preparada para ser usados como relleno de terrenos bajos y
desniveles sobre los que, en el mejor de los casos, se ponían adoquines.
Los
saladeros arrojaban displicentemente sus desperdicios orgánicos a las aguas del
Riachuelo que ya por entonces distaba mucho de oler a extracto francés. A todo
este insalubre panorama se sumaba la falta de reglamentación sobre el entierro
de los fallecidos, que eran inhumados prácticamente al ras del suelo y bastaba
una lluvia regular para que los restos cadavéricos se incorporaran a los
riachos que confluían al Riachuelo.
Todas estas
fuentes infecciosas convivían sin ser molestadas en la gran urbe del Sur. El
Estado estaba ausente con aviso y sólo faltaba que una epidemia pusiera a
prueba la eficiencia de las leyes del mercado. Y la peste llegó en enero de
1871. Todo parece indicar que los vectores de la enfermedad llegaron en un
barco procedente de Asunción del Paraguay y encontraron muchos sitios propicios
para reproducirse en los innumerables charcos y pantanos de las zonas cercanas
al puerto, ensañándose particularmente con las barriadas populares de San Telmo
y Monserrat.
Los
primeros casos se dieron en las casas de inquilinato ubicadas en Bolívar 392 y
Cochabamba 113 y casi inmediatamente el episodio dejó de ser una rareza para
generalizarse. Faltaban diez años para que el Dr. Carlos Finlay expusiera su
tesis en un Congreso médico en La
Habana que demostraría que el causante de la enfermedad era
un mosquito llamado Aedes aegypti y queel mal no se propagaba por contagio.
Pero por
aquellos días de 1871, frente a la ignorancia,
cundió la histeria y la histórica culpabilización de la pobreza por
parte de los miembros del poder, es decir, de sus propios causantes.
"Fueron los conventillos los que padecieron este tipo peculiar de requisa.
Los desdichados inmigrantes, desarraigados, perdidos en medio de la locura en
que se hallaban sumergidos, contemplaban entre desolados y temerosos a esos
señores que les impartían órdenes incomprensibles. Recién comenzaban a
entenderse cuando a empujones los echaban a la calle, muchas veces sin dejarles recoger sus pertenencias. Es
natural que se resistieran, que gritaran su desvalimiento, que intentaran
salvar lo poco que tenían. Pero todo cuanto había en la casa estaba condenado.
Policías y comisionados recogían las míseras camas, los tristes muebles, los
pobres enseres e incluso la ropa de los inquilinos, los apilaban en el patio y
encendían una estupenda hoguera, verdadero auto de fe. El conventillo era
encalado, desinfectado y cerrado. Los comisionados y la policía se iban y
quedaban los inmigrantes en la calle librados a su suerte". 1
Creció
exponencialmente la xenofobia y la persecución contra los italianos, en
particular y contra los habitantes de los conventillos en general. La fiebre,
llamada amarilla por la ictericia que viraba el color de los enfermos, se
extendió rápidamente por los barrios más populares de la Capital. El número de
muertos se fue incrementando día a día hasta llegar el 10 de abril al récord de
563 muertos en un solo día.
Los
hospitales colapsaron y hubo que fundar un nuevo cementerio, que se creó en la Chacarita de los
Colegiales, aquel escenario de la
Juvenilia de Cané, y como explicaba Borges: “Porque la entraña del Cementerio del
Sur/fue saciada por la fiebre amarilla hasta decir basta;/porque los
conventillos hondos del sur/mandaron muerte sobre la cara de Buenos Aires y
porque Buenos Aires no pudo mirar esa muerte,/ a paladas te abrieron /en la
punta perdida del oeste, detrás de las tormentas de tierra /y del barrial
pesado y primitivo que hizo a los cuarteadores”.
Las
víctimas eran transportadas en el llamado “tren de la muerte”, que tenía como
locomotora a la legendaria “Porteña”. Partía, en un claro ejemplo de viaje de
ida, de la actual esquina de Jean Jaurés y Corrientes y llegaba con sus tres
vagones cargados de muerte hasta la flamante necrópolis.
El
presidente Sarmiento y el vice Alsina abandonaban la ciudad y a sus habitantes
a la buena de Dios, mientras La
Prensa decía: “Hay ciertos rasgos de cobardía que dan la
medida de lo que es un magistrado y de lo que podrá dar de sí en adelante, en
el alto ejercicio que le confiaron los pueblos”. 2
La
ciudadanía convocada por el poeta Evaristo Carriego se movilizó a la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de
Mayo) y allí unas 8.000 personas decidieron conformar una Comisión Popular
presidida por el Dr. Roque Pérez, que con notable decisión y con acciones de
heroísmo en medio de las cuales falleció, entre otros, el Dr. Francisco Javier
Muñiz, trató de llenar el vacío dejado por el gobierno ausente y ocuparse de la
situación de emergencia.
La cifra
oficial de muertos fue de 13.614. La mitad eran niños. Sólo después de la
tragedia comenzaron a ser debatidos los proyectos para emprender las tareas
tendientes a que los habitantes de Buenos Aires tuvieran agua potable y
cloacas. Pero en cuanto comenzaron a quedar atrás los ecos de la fiebre
amarilla, los proyectos se fueron cajoneado y sólo se encararon los que
correspondían al Barrio Norte y Recoleta, donde moraban entonces los poderosos
de Buenos Aires, que habían abandonado tras la epidemia sus casonas de San
Telmo y Monserrat para convertirlas en rentables e insalubres conventillos. La
peste había pasado, las condiciones que la habían hecho posible seguían
prácticamente inalteradas.
Habrá que
esperar hasta 1930 para que las cloacas y el agua potable llegaran a la mayoría
de los barrios de Buenos Aires.
Referencias:
1 Diario de
Mardoqueo Navarro en Anales del Departamento Nacional de Higiene, número 15,
año IV, abril de 1894, citado por Miguel Ángel Scenna, Cuando Murió Buenos
Aires: 1871, Bs. As., La
Bastilla , 1971.
2 La Prensa , 21 de marzo de
1871.
Fuente:
www.elhistoriador.com.ar
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