El pasado fin de semana, el Partido Nacional y el Partido Colorado en un par de actos homenajearon a dos de sus líderes históricos: Eduardo Víctor Haedo y Luis B. Pozzolo. Los dos surgieron de “cunas pobres”, Haedo, hijo natural de una costurera, Pozzolo “aquel negrito que andaba ofreciendo agua y escalera en el Cementerio en los días de entierro”, como lo recordó el ex vicepresidente Luis Hierro López. Los dos desarrollaron una intensa actividad política, algo que en su tiempo los distinguió y que a la distancia los convirtió en referentes partidarios. Ambos llegaron a ocupar la Presidencia de la República. Haedo cuando se convirtió en Presidente del Consejo Nacional de Gobierno (1961-1962), Pozzolo al ser Presidente por algunas horas durante el segundo período de gobierno del Dr. Julio M. Sanguinetti.
Por alguna curiosa circunstancia del destino los dos también incursionaron en el periodismo. Pozzolo en el recordado diario “El Radical”, e incluso llegó a publicar un par de libros «Apuntes de viaje» (1968) y «Horizontes y cadenas» (1974). Haedo que además de su actividad política fue profesor de Literatura e Historia en el Instituto Normal, incursionó en las artes plásticas, fue actor teatral, y autor de algunas crónicas y relatos en la prensa local; una de las cuales reproducimos a continuación.
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Mercedes a principios de siglo
Por Eduardo Víctor Haedo
*“Fui, de mi madre, lujo de su pobreza, regalo de su ternura y objeto de sus esperanzas”.
Mercedes es una ciudad destinada a residencias de una reducida burguesía que tiene en los campos feroces de Soriano el motivo de sus ocupaciones y en las costumbres rurales el ordenamiento sencillo de su existencia.
Cuando nací en ella, el 28 de junio de 1901, -a las nueve de la mañana de un día domingo, cuando sonaba el último toque de llamada a misa, a decir mi madre,- estaba latente el recuerdo trágico de las revoluciones de 1896 y 1897, y dominaba la obsesión de que nuevo la guerra civil había de desatarse.
No excedían de ocho mil los habitantes esparcidos la mayoría, sobre las estribaciones de una suave colina que desde el norte se mira en el Río Negro, que termina entregándose blandamente en extensa alamedas, apenas interrumpidas por un muelle de los “Aguateros” y un puerto “Viejo” construido con piedras coloradas distribuidas sin obedecer a otra inspiración que la buena voluntad de quienes durante años agregaban toda clase de desperdicios. No había casas de señorío. Las mejores eran de construcción simple, del tipo que difundieron los constructores genoveses que llegaron al Río de la Plata en las inmigraciones de 1880. Frente a la plaza principal, la Iglesia consagrada al culto su la virgen de las Mercedes, entonces sin torres, ofrecía un pórtico amplio, de líneas severas arcos y pisos de ladrillo rojo y portales de madera dura sin tallas ni inscripciones. Un espacio grande la separaba de la calle llamada de Alzaga. En días de fiesta la plaza se metía en la Iglesia o la Iglesia se iba hacia la Plaza.
En las esquinas, la tienda de Bernabé Roa y Dodera, la farmacia de Sifredi, la cigarrería “El Toro” de Magin Rivas, el Hotel de la “Amistad” de don Salvador Ferrar, el almacén de los “Gallegos” de Guerrero Hermanos y el Convento de las Hermanas del Huerto, con una capilla neogótica, a la que la falta de revoque daba un tono de convencional antigüedad. Se agregaban algunas casas de familia, como las de Alfredo Silver, Antonio González Roca y Pedro Leonard y algunas locales destinados a bares y confitería, en cuya intimidad algunos billares el acceso a las habitaciones “secretas” destinadas al juego del monte, que prolongan en largos corredores cubiertos por parrales donde se tiraba la “taba” con permiso “Verbal” y participación “efectiva” de la policía. Ese era el “centro” de la ciudad. Para orientación del vecindario lo indicaba una columna coronada por una figura de mujer simbolizando la libertad, que mando erigir en 1879 Máximo Pérez, uno de los tantos “amos de la región” que en aquella época semi-bárbara, se repartían el Gobierno en el interior del País, mediante una liga defensiva y ofensiva ante la menor intervención del Poder Central, que les molestara o interfiriera sus intereses particulares, y al que, en la paz apoyaba con sus votos y en la guerra, tanto como con sus arma con el temor que inspiraban sus atropellos y sus desmanes.
La ciudad tenia escuelas de primer grado y algunas de segundo. Y dos institutos particulares de enseñanza secundaria. Se publicaban diversos diarios al servicio de tendencias partidarias. La vida transcurría durante el día en menesteres sin trascendencia y por la noche el termino de la “novena” en la Parroquia a las ocho era la orden del recogimiento y del silencio apenas interrumpido en la plaza “Nueva” situada al norte de la ciudad, por frecuentes candombes en el Cuartel, donde por muchos años los hermanos Pablo y Gervasio Galarza, tenían el asiento visible de su poder militar y civil, que ejercían sin otras treguas, que aquellas no muy frecuentes, ganadas por la altivez y el sacrificio de los hombres independientes. A media noche sólo permanecían tenuemente iluminados el Club “Progreso”, donde hacían sus partidas de “solo”, “gofo” y billar una elite reducida de doctores y hacendados, las casas de juegos, los lupanares y algunas modestas casas de familia en las que “lotería de cartones” distraía a las ancianas, permitía el escarceo amoroso de los jóvenes mientras los hombres maduros daban y recibían informes de conspiraciones y asonadas.
A trescientos metros de la plaza y doscientos del Río en una casa antigua a la que los años patinaban color ceniza, -en la esquina de las calles Ituzaingo y Soriano,- vivía mi bisabuela doña Segunda Mendoza, de las fundadoras de Mercedes que había cumplido mas de cien años de edad manteniéndose lucida y viendo como se la había ido de entre las manos sin apartarse de su sillón y de su patio, el patrimonio heredado de su padre. Vivía de recuerdos. Era “colorada” y nada contaba que o refiriera a si trato con el General Fructuoso Rivera de quien había sido amiga y al “odio” contra los “blancos”. Había en su juventud convivido con don Gregorio Haedo, hombre de linaje y acaudalado con el cual tuvo dos hijos, reconocidos más tarde: Genaro y Gregorio. Este último conoció en su campo de Coladeras, en el departamento de Río Negro a una mujer del pueblo, sencilla y linda, Martina Romero, “blanca”, puesto que era hija de Diego Romero, uno de los defensores de Paysandú. De esta unión nació María que después de dilatados amores con el agrimensor José Eleuterio Roubín, había de ser mi madre. Larga cadena de amores, de pasiones, de infortunios, en que era frecuente en la época, las mujeres soportaban casi con alegría, el peso de sus errores y de sus sacrificios. En aquella vieja casa Segunda Mendoza, Martina Romero y Mariah Haedo, solas, encontraban en las tareas de costura y la asistencia de enfermos, consuelos de sus tristeza, sin la menor queja, rodeara de parientes, -todos pobres y trabajadores- dueños de un instinto familiar tan certero, que les permitía juntos transformar en leve el infortunio y en llevadera toda contrariedad. Fui yo el único varón de la casa. Fácil, a pesar de que mi nacimiento postro a mi madre, es decir con que ternura bisabuela, abuela y madre, me convirtieron en lijo de su pobreza, regalo de su ternura y objeto de sus esperanzas. Con dignidad y recato fui inscripto en el Registro Civil como hijo de Mariah Haedo y de padre desconocido.
Tenia mi madre hermosa paciencia, de cutis blanco, ojos verdes y pelo negro, componía ella misma con prolijidad su vestimenta y gustaba saberse admirada dentro de su sencillez. Tenia genio alegre, optimismo sano y un alma generosa Poseía habilidades para coser. Ganaba el sustento para todos, trabajando en la maquina, hasta ahora de la noche. Con voz muy deficiente solía acompañarse con valses y condiciones. Con ellas me hacia dormir. Afecta a las “novelas por entregas”, particularmente a las que difundió una revista llamadas “Modas y pasatiempos”, atesoro con inteligencia clara y dentro de su simplicidad, una cantidad de conocimientos de “rutina”, de historias, de geografía, de hechos universales mezclados con recetas de cocina, medios de tejer, compostura de remedios caseros que le permitieron en el “barrio” transformarse “en autoridad”, esa solidaridad e hidalga, cuya presencia requieran los vecinos lo mismo en las horas de regocijo que en las de incertidumbre. De un catolicismo primario, se veneraba en la casa de las primeras imágenes de la Virgen de Mercedes que llego a Buenos Aires en los días de la fundación. Ella misma la transportaba al hogar de los enfermos. Rezaba rosarios y hacia novenas. También la llevaba en las fiestas de oleos y casamientos. Vestía las novias y salía de madrina de los niños.
Sobrellevo con estoicismo desgracias sin cuento. Paño de lágrimas de los suyos, tuvo como consuelo en que todos la quisieran. Se hizo imprescindible para todos los que trataron. Dueña de gran experiencia, tenia siempre prudente el consejo, animoso el estimulo, pujante la esperanza. Donde ella estaba no había penas. Como había sufrido, le bastaba con lo suyo para no entristecer a los demás. Como había amado, sabía comprender y perdonar.
Hace unos años Manuel Rosé, me la pinto de cuerpo entero tomándola de un antiguo. Peinada con bucles, la ropa ceñida al cuerpo, de pie, entera, apoya las manos sobre una sombrilla de encajes que guardo hasta la hora postrera, sin decirme nunca su origen…
Mira el paisaje compuesto por las aguas del río, las arenas que lo besan y las piedras que lo guardan.
Sin faltar un vez, al alzarme diariamente siento una paz indefinible al solucionarla diciéndole: Buenos días, mamá.
(*) Publicado en suplemento del diario “El Tiempo” de Mercedes (1956).
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