De cuan
efímero es el reconocimiento público, y de cuan perdurable es el olvido
Escriba
Medieval
Amados
Cofrades: sin dudas no será ésta la historia de un solo individuo, sino que su
vivencia aplicable es a muchos, aún cuando este relato hable de uno.
Ocurre
que por estos días el calor comenzó a imperar sobre la pequeña y lejana comarca
donde tengo mi humilde morada, y tal suceso amodorra –no solo mi cerebro- sino
que también amaina mi avejentado esqueleto. Por tanto –nobles Amigos- ni he de
intentar subir al ático de mi scriptorium en busca de antiguos pergaminos, y
apelaré entonces al resquicio aún casi sano que asoma en mi memoria para
contaros dese hombre que transita por su vida en función de lo que piensen los
demás.
Cuando
los hombres poseen pequeño carácter, suelen tener la necesidad de compensar sus
carencias con el aplauso del vulgo, y para ello no escatiman esfuerzos ni
apelan al escrúpulo.
Trátase
en este caso de un voceador de bandos que habita en la pequeña aldea a orillas
del Gran Lago Negro, pero bien puede la historia trasladarse a otras regiones.
Nuestro
hombre pretendía competir todos los días voceando las noticias comarcanas desde
un estrado en la plaza pública, y tan obsesionado estaba por ser el primero en
hacerlo, que solía incurrir en torpezas deste tamaño:
“!Atención
ciudadanos todos….acaba de chocar el carruaje del tahonero con la calesa número
cuatro de Palacio!...!El suceso ocurrió a la entrada sur de la aldea, y hay
varios muertos!...!Atención ciudadanos todos…acaba de chocar el carruaje…”
Entonces
la mujer del tahonero corría desmelenada aullando su dolor por las callejas de
la aldea, seguida por la mujer del auriga palaciego que regaba el arroyo con
sus lágrimas arrastrando sus hijos colgados de las faldas (que de ahora en más
serían huérfanos), y mas atrás corrían los curiosos mas no sea por ver correr
la sangre ajena (o por si alguna vez llegaba al río), pero cuando arribaron al
lugar del insuceso resultó que tal tragedia no existía, que el tal “choque” era
solo un enredo de bridas por un mulo encabritado, y que los tales muertos
discutían a grito pelado de quién era la culpa.
Pero no
os alarméis, vuesas mercedes, que destos desaguisados nuestro hombre tenía una
larga y prodigiosa colección, había recorrido los laberínticos pasillos de
palacio llevando papiros de un lado a otro, hasta que un buen día lo agarró “el
serrucho”. Luego supo deambular por otros scriptoriums pavoneando su testa
vacía (y por lo tanto ayuna de ideas) hasta que logró que alguien le permitiera
subirse por un ratito a un pequeño e insignificante estrado público de la
aldea, desde donde el pequeño ser pregonaba su “sapiencia” (como hemos visto
sin mucho acierto).
Pero
según supo este humildísimo escribidor de historias comarcanas, aconteció que
un día a nuestro adalid le quitaron el estrado. Viose de pronto el hombre sin
saber qué hacer con aquella imagen que estaba seguro había creado, y detúvose
en medio la calle de principal, seguro que todos le preguntarían por qué no
estaba en el estrado de la plaza como siempre.
¡Oh!...
enorme torpeza. Todo el día pasó sin que nadie siquiera le dirigiera la
palabra. Al caer la noche, el hombre que voceaba las noticias ya estaba hundido hasta las
rodillas en el polvo de la calle. Al amanecer, solo quedaba fuera del
infortunado el torso, y su lengua (antes tan húmeda y veloz), habíase secado
dentro de la gran boca impidiéndole –mas no fuera- pedir un poco de agua.
Antes del
ocaso quedaba fuera solo su cabeza, confundida entre la tierra del camino y el
estiércol de las caballerías.
Cuentan
que al día siguiente, una cuadrilla de Palacio llegó temprano y tapó el pequeño
pozo por donde había desaparecido.-
Moraleja:
Si pretendéis vivir corriendo tras
el aplauso vano, te ocurrirá lo que al vocero
desta rima; cuando ya nada seas para los otros, te habrán de echar algo
de tierra por encima.
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