ROBERT LOUIS STEVENSON, O “TUSITALA”, EL
CONTADOR DE HISTORIAS
Robert
Louis Stevenson nació en Edimburgo el 13 de noviembre de 1850 y murió en Samoa
Occidental el 14 de noviembre de 1894. En la tumba de Stevenson, en una lejana
isla de los mares del Sur a la que se retiró por motivos de salud, figura
grabado el apodo que le dieron los samoanos: Tusitala, que en español
significaría «el contador de historias». En efecto, la literatura de Stevenson
es uno de los más claros ejemplos de la novela-narración, el «romance» por
excelencia.
Hijo
de un ingeniero, se licenció en derecho en la Universidad de
Edimburgo, aunque nunca ejerció la abogacía. En busca de un clima favorable
para sus delicados pulmones, viajó continuamente, y sus primeros libros son
descripciones de algunos de estos viajes (Viaje en burro por las Cevennes).
En un
desplazamiento a California conoció a Fanny Osbourne, una dama estadounidense
divorciada diez años mayor que él, con quien contrajo matrimonio en 1879. Por
entonces se dio a conocer como novelista con La isla del tesoro (1883).
Posteriormente pasó una temporada en Suiza y en la Riviera francesa, antes de
regresar al Reino Unido en 1884.
La
estancia en su patria, que se prolongó hasta 1887, coincidió con la publicación
de dos de sus novelas de aventuras más populares, La flecha negra, y Raptado,
así como su relato El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886),
una obra maestra del terror fantástico.
En
1888 inició con su esposa un crucero de placer por el sur del Pacífico que los
condujo hasta las islas Samoa. Y allí viviría hasta su muerte, venerado por los
nativos. Entre sus últimas obras están El señor de Ballantrae, El
náufrago, Cariona y la novela póstuma e inacabada El
dique de Hermiston.
Su
popularidad como escritor se basó fundamentalmente en los emocionantes
argumentos de sus novelas fantásticas y de aventuras, en las que siempre
aparecen contrapuestos el bien y el mal, a modo de alegoría moral que se sirve
del misterio y la aventura. Cantor del coraje y la alegría, dejó una vasta obra
llena de encanto, con títulos inolvidables.
Markheim
Robert Louis Stevenson
—Sí—dijo el anticuario—, nuestras buenas oportunidades son
de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso
percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son
honrados—y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza
las facciones del visitante—, y en ese caso—continuó—recojo el beneficio debido
a mi integridad.
Markheim acababa de entrar, procedente de las calles
soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y
oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la
proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
—Viene usted a verme el día de Navidad—continuó—, cuando
sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma
no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello;
también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar
cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de
comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago
preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los
ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego,
volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con
entonación irónica, continuó:
—¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera
ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de
su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!
Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros
caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de
montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad.
Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no
faltaba una sombra de horror.
—Esta vez—dijo—está usted equivocado. No vengo a vender
sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo
queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena
fortuna en la Bolsa
me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo.
Busco un regalo de Navidad para una dama—continuó, creciendo en elocuencia al
enlazar con la justificación que traía preparada—; y tengo que presentar mis
excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me
descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe
usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe
despreciarse.
A esto siguió una pausa, durante la cual el anticuario
pareció sopesar incrédulamente aquella afirmación. El tic-tac de muchos relojes
entre los curiosos muebles de la tienda, y el rumor de los cabriolés en la
cercana calle principal, llenaron el silencioso intervalo.
—De acuerdo, señor—dijo el anticuario—, como usted diga.
Después de todo es usted un viejo cliente; y si, como dice, tiene la
oportunidad de hacer un buen matrimonio, no seré yo quien le ponga obstáculos.
Aquí hay algo muy adecuado para una dama—continuó—; este espejo de mano, del
siglo XV, garantizado; también procede de una buena colección, pero me reservo
el nombre por discreción hacia mi cliente, que como usted, mi querido señor,
era el sobrino y único heredero de un notable coleccionista.
El anticuario, mientras seguía hablando con voz fría y
sarcástica, se detuvo para coger un objeto; y, mientras lo hacia, Markheim
sufrió un sobresalto, una repentina crispación de muchas pasiones tumultuosas
que se abrieron camino hasta su rostro. Pero su turbación desapareció tan
rápidamente como se había producido, sin dejar otro rastro que un leve temblor
en la mano que recibía el espejo.
—Un espejo —dijo con voz ronca; luego hizo una pausa y
repitió la palabra con más claridad—. ¿Un espejo? ¿Para Navidad? Usted bromea.
—¿Y por qué no? —exclamó el anticuario—. ¿Por qué un
espejo no?
Markheim lo contemplaba con una expresión indefinible.
—¿Y usted me pregunta por qué no?—dijo—. Basta con que
mire aquí..., mírese en él... ¡Véase usted mismo! ¿Le gusta lo que ve? ¡No! A
mí tampoco me gusta... ni a ningún hombre.
El hombrecillo se había echado para atrás cuando Markheim
le puso el espejo delante de manera tan repentina; pero al descubrir que no
había ningún otro motivo de alarma, rió de nuevo entre dientes.
—La madre naturaleza no debe de haber sido muy liberal con
su futura esposa, señor—dijo el anticuario.
—Le pido—replicó Markheim—un regalo de Navidad y me da
usted esto: un maldito recordatorio de años, de pecados, de locuras... ¡una
conciencia de mano! ¿Era ésa su intención? ¿Pensaba usted en algo concreto?
Dígamelo. Será mejor que lo haga. Vamos, hábleme de usted. Voy a arriesgarme a
hacer la suposición de que en secreto es usted un hombre muy caritativo.
El anticuario examinó detenidamente a su interlocutor.
Resultaba muy extraño, porque Markheim no daba la impresión de estar riéndose;
había en su rostro algo así como un ansioso chispazo de esperanza, pero ni el
menor asomo de hilaridad.
—¿A qué se refiere? —preguntó el anticuario.
—¿No es caritativo? —replicó el otro sombríamente—. Sin
caridad; impío; sin escrúpulos; no quiere a nadie y nadie le quiere; una mano
para coger el dinero y una caja fuerte para guardarlo. ¿Es eso todo? ¡Santo
cielo, buen hombre! ¿Es eso todo?
—Voy a decirle lo que es en realidad—empezó el anticuario,
con voz cortante, que acabó de nuevo con una risa entre dientes—. Ya veo que se
trata de un matrimonio de amor, y que ha estado usted bebiendo a la salud de su
dama.
—¡Ah! —exclamó Markheim, con extraña curiosidad—. ¿Ha
estado usted enamorado? Hábleme de ello.
—Yo—exclamó el anticuario—, ¿enamorado? Nunca he tenido
tiempo? ni lo tengo ahora para oír todas estas tonterías. ¿Va usted a llevarse
el espejo?
—¿Por qué tanta prisa? —replicó Markheim—. Es muy
agradable estar aquí hablando; y la vida es tan breve y tan insegura que no
quisiera apresurarme a agotar ningún placer; no, ni siquiera uno con tan poca
entidad como éste. Es mejor agarrarse, agarrarse a lo poco que esté a nuestro alcance,
como un hombre al borde de un precipicio. Cada segundo es un precipicio, si se
piensa en ello; un precipicio de una milla de altura; lo suficientemente alto
para destruir, si caemos, hasta nuestra última traza de humanidad. Por eso es
mejor que hablemos con calma. Hablemos de nosotros mismos: ¿por qué tenemos que
llevar esta máscara? Hagámonos confidencias. ¡Quién sabe, hasta es posible que
lleguemos a ser amigos !
—Sólo tengo una cosa que decirle—respondió el anticuario—.
¡Haga usted su compra o váyase de mi tienda!
—Es cierto, es cierto —dijo Markheim—. Ya está bien de
bromas. Los negocios son los negocios. Enséñeme alguna otra cosa.
El anticuario se agachó de nuevo, esta vez para dejar eI
espejo en la estantería, y sus finos cabellos rubios le cubrieron los ojos
mientras lo hacía. Markheim se acercó a él un poco más, con una mano en el
bolsillo de su abrigo; se irguió, llenándose de aire los pulmones; al mismo
tiempo muchas emociones diferentes aparecieron antes en su rostro: terror y
decisión, fascinación y repulsión física; y mediante un extraño fruncimiento
del labio superior, enseñó los dientes.
—Esto, quizá, resulte adecuado—hizo notar el anticuario; y
mientras se incorporaba, Markheim saltó desde detrás sobre su víctima. La
estrecha daga brilló un momento antes de caer. El anticuario forcejeó como una
gallina, se dio un golpe en la sien con la repisa y luego se desplomó sobre el
suelo como un rebuño de trapos.
El tiempo hablaba por un sinfín de voces apenas audibles
en aquella tienda; había otras solemnes y lentas como correspondía a sus muchos
años, y aun algunas parlanchinas y apresuradas. Todas marcaban los segundos en
un intrincado coro de tic-tacs. Luego, el ruido de los pies de un muchacho,
corriendo pesadamente sobre la acera, irrumpió entre el conjunto de voces,
devolviendo a Markheim la conciencia de lo que tenía alrededor. Contempló la
tienda lleno de pavor. La vela seguía sobre el mostrador, y su llama se agitaba
solemnemente debido a una corriente de aire; y por aquel movimiento insignificante,
la habitación entera se llenaba de silenciosa agitación, subiendo y bajando
como las olas del mar; las sombras alargadas cabeceaban, las densas manchas de
oscuridad se dilataban y contraían como si respirasen, los rostros de los
retratos y los dioses de porcelana cambiaban y ondulaban como imágenes sobre el
agua. La puerta interior seguía entreabierta y escudriñaba el confuso montón de
sombras con una larga rendija de luz semejante a un índice extendido.
De aquellas aterrorizadas ondulaciones los ojos de
Markheim se volvieron hacia el cuerpo de la víctima, que yacía encogido y
desparramado al mismo tiempo; increíblemente pequeño y, cosa extraña, más
mezquino aún que en vida. Con aquellas pobres ropas de avaro, en aquella
desgarbada actitud, el anticuario yacía como si no fuera más que un montón de
serrín. Markheim había temido mirarlo y he aquí que no era nada. Y sin embargo
mientras lo contemplaba, aquel montón de ropa vieja y aquel charco de sangre
empezaron a expresarse con voces elocuentes. Allí tenía que quedarse; no había
nadie que hiciera funcionar aquellas articulaciones o que pudiera dirigir el
milagro de su locomoción: allí tenía que seguir hasta que lo encontraran. Y
¿cuando lo encontraran? Entonces, su carne muerta lanzaría un grito que resonaría
por toda Inglaterra y llenaría el mundo con los ecos de la persecución. Muerto
o vivo aquello seguía siendo el enemigo. «El tiempo era el enemigo cuando
faltaba la inteligencia», pensó; y la primera palabra se quedó grabada en su
mente. El tiempo, ahora que el crimen había sido cometido; el tiempo, que había
terminado para la víctima, se había convertido en perentorio y trascendental
para el asesino.
Aún seguía pensando en esto cuando, primero uno y luego
otro, con los ritmos y las voces más variadas—una tan profunda como la campana
de una catedral, otra esbozando con sus notas agudas el preludio de un vals—,
los relojes empezaron a dar las tres.
El repentino desatarse de tantas lenguas en aquella cámara
silenciosa le desconcertó. Empezó a ir de un lado para otro con la vela,
acosado por sombras en movimiento, sobresaltado en lo más vivo por reflejos
casuales. En muchos lujosos espejos, algunos de estilo inglés, otros de Venecia
o Amsterdam, vio su cara repetida una y otra vez, como si se tratara de un
ejército de espías; sus mismos ojos detectaban su presencia; y el sonido de sus
propios pasos, aunque anduviera con cuidado, turbaba la calma circundante. Y
todavía, mientras continuaba llenándose los bolsillos, su mente le hacía notar
con odiosa insistencia los mil defectos de su plan. Tendría que haber elegido
una hora más tranquila; haber preparado una coartada; no debería haber usado un
cuchillo, tendría que haber sido más cuidadoso y atar y amordazar sólo al
anticuario en lugar de matarlo; o, mejor, ser aún más atrevido y matar también
a la criada; tendría que haberlo hecho todo de manera distinta; intensos
remordimientos, vanos y tediosos esfuerzos de la mente para cambiar lo
incambiable, para planear lo que ya no servía de nada, para ser el arquitecto
del pasado irrevocable. Mientras tanto, y detrás de toda esta actividad,
terrores primitivos, como un escabullirse de ratas en un ático desierto,
llenaban de agitación las más remotas cámaras de su cerebro; la mano del
policía caería pesadamente sobre su hombro y sus nervios se estremecerían como
un pez cogido en el anzuelo; o presenciaba, en desfile galopante, el arresto,
la prisión, la horca y el negro ataúd.
El terror a los habitantes de la calle bastaba para que su
imaginación los percibiera como un ejército sitiador. Era imposible, pensó, que
algún rumor del forcejeo no hubiera llegado a sus oídos, despertando su
curiosidad; y ahora, en todas las casas vecinas, adivinaba a sus ocupantes
inmóviles, al acecho de cualquier rumor: personas solitarias, condenadas a
pasar la Navidad
sin otra compañía que los recuerdos del pasado, y ahora forzadas a abandonar
tan melancólica tarea; alegres grupos de familiares, repentinamente silenciosos
alrededor de la mesa, la madre aún con un dedo levantado; personas de distintas
categorías, edades y estados de ánimo, pero todos, dentro de su corazón,
curioseando y prestando atención y tejiendo la soga que habría de ahorcarle. A
veces le parecía que no era capaz de moverse con la suficiente suavidad; el
tintineo de las altas copas de Bohemia parecía un redoblar de campanas; y,
alarmado por la intensidad de los tic-tac, sentía la tentación de parar todos
los relojes. Luego, con una rápida transformación de sus terrores, el mismo
silencio de la tienda le parecía una fuente de peligro, algo capaz de
sorprender y asustar a los que pasaran por la calle; y entonces andaba con más
energía y se movía entre los objetos de la tienda imitando, jactanciosamente,
los movimientos de un hombre ocupado, en el sosiego de su propia casa.
Pero estaba tan dividido entre sus diferentes miedos que,
mientras una porción de su mente seguía alerta y haciendo planes, otra temblaba
al borde de la locura. Una particular alucinación había conseguido tomar fuerte
arraigo. El vecino escuchando con rostro lívido junto a la ventana, el
viandante detenido en la acera por una horrible conjetura, podían sospechar
pero no saber; a través de las paredes de ladrillo y de las ventanas cerradas
sólo pasaban los sonidos. Pero allí, dentro de la casa, ¿estaba solo? Sabía que
sí; había visto salir a la criada en busca de su novio, humildemente engalanada
y con un «voy a pasar el día fuera» escrito en cada lazo y en cada sonrisa. Sí,
estaba solo, por supuesto; y, sin embargo, en la casa vacía que se alzaba por
encima de él, oía con toda claridad un leve ruido de pasos..., era consciente,
inexplicablemente consciente de una presencia. Efectivamente; su imaginación
era capaz de seguirla por cada habitación y cada rincón de la casa; a veces era
una cosa sin rostro que tenía, sin embargo, ojos para ver; otras, una sombra de
sí mismo; luego la presencia cambiaba, convirtiéndose en la imagen del
anticuario muerto, revivificada por la astucia y el odio.
A veces, haciendo un gran esfuerzo, miraba hacia la puerta
entreabierta que aún conservaba un extraño poder de repulsión. La casa era
alta, la claraboya pequeña y cubierta de polvo, el día casi inexistente en
razón de la niebla; y la luz que se filtraba hasta el piso bajo débil en
extremo, capaz apenas de iluminar el umbral de la tienda. Y, sin embargo, en
aquella franja de dudosa claridad, ¿no temblaba una sombra?
Repentinamente, desde la calle, un caballero muy jovial
empezó a llamar con su bastón a la puerta de la tienda, acompañando los golpes
con gritos y bromas en las que se hacían continuas referencias al anticuario
llamándolo por su nombre de pila. Markheim, convertido en estatua de hielo,
lanzó una mirada al muerto. Pero no había nada que temer: seguía tumbado,
completamente inmóvil; había huido a un sitio donde ya no podía escuchar
aquellos golpes y aquellos gritos; se había hundido bajo mares de silencio; y
su nombre, que en otro tiempo fuera capaz de atraer su atención en medio del
fragor de la tormenta, se había convertido en un sonido vacío. Y en seguida el
jovial caballero renunció a llamar y se alejó calle adelante.
Aquello era una clara insinuación de que convenía
apresurar lo que faltaba por hacer; que convenía marcharse de aquel barrio
acusador, sumergirse en el baño de las multitudes londinenses y alcanzar, al
final del día, aquel puerto de salvación y de aparente inocencia que era su
cama. Había aparecido un visitante: en cualquier momento podía aparecer otro y
ser más obstinado. Haber cometido el crimen y no recoger los frutos sería un
fracaso demasiado atroz. La preocupación de Markheim en aquel momento era el
dinero, y como medio para llegar hasta él, las llaves.
Miró por encima del hombro hacia la puerta entreabierta,
donde aún permanecía la sombra temblorosa; y sin conciencia de ninguna
repugnancia mental pero con un peso en el estómago, Markheim se acercó al
cuerpo de su víctima. Los rasgos humanos característicos habían desaparecido
completamente. Era como un traje relleno a medias de serrín, con las
extremidades desparramadas y el tronco doblado; y sin embargo conseguía
provocar su repulsión. A pesar de su pequeñez y de su falta de lustre. Markheim
temía que recobrara realidad al tocarlo. Cogió el cuerpo por los hombros para
ponerlo boca arriba. Resultaba extrañamente ligero y flexible y las
extremidades, como si estuvieran rotas, se colocaban en las más extrañas
posturas. El rostro había quedado desprovisto de toda expresión, pero estaba
tan pálido como la cera, y con una mancha de sangre en la sien. Esta
circunstancia resultó muy desagradable para Markheim. Le hizo volver al pasado
de manera instantánea; a cierto día de feria en una aldea de pescadores, un día
gris con una suave brisa; a una calle llena de gente, al sonido estridente de
las trompetas, al redoblar de los tambores, y a la voz nasal de un cantante de
baladas; y a un muchacho que iba y venía, sepultado bajo la multitud y dividido
entre la curiosidad y el miedo, hasta que, alejándose de la zona más
concurrida, se encontró con una caseta y un gran cartel con diferentes escenas,
atrozmente dibujadas y peor coloreadas: Brownrigg y su aprendiz; los Mannig con
su huésped asesinado; Weare en el momento de su muerte a manos de Thurtell; y
una veintena más de crímenes famosos. Lo veía con tanta claridad como si fuera
un espejismo; Markheim era de nuevo aquel niño; miraba una vez más, con la
misma sensación física de náusea, aquellas horribles pinturas, todavía estaba
atontado por el redoblar de los tambores. Un compás de la música de aquel día
le vino a la memoria; y ante aquello, por primera vez, se sintió acometido de
escrúpulos, experimentó una sensación de mareo y una repentina debilidad en las
articulaciones, y tuvo que hacer un esfuerzo para resistir y vencerlas.
Juzgó más prudente enfrentarse con aquellas
consideraciones que huir de ellas; contemplar con toda fijeza el rostro muerto
y obligar la mente a darse cuenta de la naturaleza e importancia de su crimen.
Hacía tan poco tiempo que aquel rostro había expresado los más variados
sentimientos que aquella boca había hablado, que aquel cuerpo se había encendido
con energías encaminadas hacia una meta; y ahora, y por obra suya aquel pedazo
de vida se había detenido, como el relojero, interponiendo un dedo, detiene el
latir del reloj. Así razonaba en vano; no conseguía sentir más remordimientos;
el mismo corazón que se había encogido ante las pintadas efigies del crimen,
contemplaba indiferente su realidad. En el mejor de los casos, sentía un poco
de piedad por uno que había poseído en vano todas esas facultades que pueden
hacer del mundo un jardín encantado; uno que nunca había vivido y que ahora
estaba ya muerto. Pero de contricción, nada; ni el más leve rastro.
Con esto, después de apartar de sí aquellas
consideraciones, encontró las llaves y se dirigió hacia la puerta entreabierta.
En el exterior llovía con fuerza; y el ruido del agua sobre el tejado había
roto el silencio. Al igual que una cueva con goteras, las habitaciones de la
casa estaban llenas de un eco incesante que llenaba los oídos y se mezclaba con
el tic-tac de los relojes. Y, a medida que Markheim se acercaba a la puerta, le
pareció oír, en respuesta a su cauteloso caminar, los pasos de otros pies que
se retiraban escaleras arriba. La sombra todavía palpitaba en el umbral.
Markheim hizo un esfuerzo supremo para dar confianza a sus músculos y abrió la
puerta de par en par.
La débil y neblinosa luz del día iluminaba apenas el suelo
desnudo, las escaleras, la brillante armadura colocada, alabarda en mano, en un
extremo del descansillo, y los relieves en madera oscura y los cuadros que
colgaban de los paneles amarillos del revestimiento. Era tan fuerte el golpear
de la lluvia por toda la casa que, en los oídos de Markheim, empezó a
diferenciarse en muchos sonidos diversos. Pasos y suspiros, el ruido de un
regimiento marchando a lo lejos, el tintineo de monedas al contarlas, el
chirriar de puertas cautelosamente entreabiertas, parecía mezclarse con el
repiqueteo de las gotas sobre la cúpula y con el gorgoteo de los desagües. La
sensación de que no estaba solo creció dentro de él hasta llevarlo al borde de
la locura. Por todos lados se veía acechado y cercado por aquellas presencias.
Las oía moverse en las habitaciones altas; oía levantarse en la tienda al
anticuario; y cuando empezó, haciendo un gran esfuerzo, a subir las escaleras,
sintió pasos que huían silenciosamente delante de él y otros que le seguían
cautelosamente. Si estuviera sordo, pensó Markheim, ¡qué fácil le sería
conservar la calma! Y en seguida, y escuchando con atención siempre renovada,
se felicitó a sí mismo por aquel sentido infatigable que mantenía alerta a las
avanzadillas y era un fiel centinela encargado de proteger su vida. Markheim
giraba la cabeza continuamente, sus ojos, que parecían salírsele de las
órbitas, exploraban por todas partes, y en todas partes se veían recompensados
a medias con la cola de algún ser innominado que se desvanecía. Los
veinticuatro escalones hasta el primer piso fueron otras tantas agonías.
En el primer piso las puertas estaban entornadas; tres
puertas como tres emboscadas, haciéndole estremecerse como si fueran bocas de
cañón. Nunca más, pensó podría sentirse suficientemente protegido contra los
observadores ojos de los hombres; anhelaba estar en su casa, rodeado de
paredes, hundido entre las ropas de la cama, e invisible a todos menos a Dios.
Y ante aquel pensamiento se sorprendió un poco, recordando historias de otros
criminales y del miedo que, según contaban, sentían ante la idea de un vengador
celestial. No sucedía así, al menos, con él. Markheim temía las leyes de la
naturaleza, no fuera que en su indiferente e inmutable proceder, conservaran
alguna prueba concluyente de su crimen. Temía diez veces más, con un terror
supersticioso y abyecto, algún corte en la continuidad de la experiencia
humana, alguna caprichosa ilegalidad de la naturaleza. El suyo era un juego de
habilidad, que dependía de reglas, que calculaba las consecuencias a partir de
una causa; y ¿qué pasaría si la naturaleza, de la misma manera
que el tirano
derrotado volcó el tablero de ajedrez, rompiera el molde de su concatenación?
Algo parecido le había sucedido a Napoleón (al menos eso decían los escritores)
cuando el invierno cambió el momento de su aparición. Lo mismo podía sucederle
a Markheim; las sólidas paredes podían volverse transparentes y revelar sus
acciones como las colmenas de cristal revelan las de las abejas; las recias
tablas podían ceder bajo sus pies como arenas movedizas, reteniéndolo en su
poder; y existían accidentes perfectamente posibles capaces de destruirlo; así,
por ejemplo, la casa podía derrumbarse y aprisionarlo junto al cuerpo de su
víctima; o podía arder la casa vecina y verse rodeado de bomberos por todas
partes. Estas cosas le inspiraban miedo; y, en cierta manera, a esas cosas se
las podía considerar como la mano de Dios extendida contra el pecado. Pero en
cuanto a Dios mismo, Markheim se sentía tranquilo; la acción cometida por él
era sin duda excepcional, pero también lo eran sus excusas, que Dios conocía;
era en ese tribunal y no entre los hombres, donde estaba seguro de alcanzar
justicia.
Después de llegar sano y salvo a la sala y de cerrar la
puerta tras de sí, Markheim se dio cuenta de que iba a disfrutar de un descanso
después de tantos motivos de alarma. La habitación estaba completamente
desmantelada, sin alfombra por añadidura, con muebles descabalados y cajas de
embalaje esparcidos aqui y allá; había varios espe]os de cuerpo entero, en los
que podía verse desde diferentes ángulos, como un actor sobre un escenario;
muchos cuadros, enmarcados o sin enmarcar, de espaldas contra la pared; un
elegante aparador Sheraton, un armario de marquetería, y una gran cama antigua,
con dosel. Las ventanas se abrían hasta el suelo, pero afortunadamente la parte
inferior de los postigos estaba cerrada, y esto le ocultaba de los vecinos.
Markheim procedió entonces a colocar una de las cajas de embalaje delante del
armario y empezó a buscar entre las llaves. Era una tarea larga, porque había
muchas, y molesta por añadidura; después de todo, podía no haber nada en el
armario y el tiempo pasaba volando. Pero el ocuparse de una tarea tan concreta
sirvió para que se serenara. Con el rabillo del ojo veía la puerta: de cuando
en cuando miraba hacia ella directamente, de la misma manera que al comandante
de una plaza sitiada le gusta comprobar por sí mismo el buen estado de sus
defensas. Pero en realidad estaba tranquilo. El ruido de la lluvia que caía en
la calle resultaba perfectamente normal y agradable En seguida, al otro lado,
alguien empezó a arrancar notas de un piano hasta formar la música de un himno,
y las voces de muchos niños se le unieron para cantar la letra. ¡Qué majestuosa
y tranquilizadora era la melodía! ¡Qué agradables las voces juveniles! Markheim
las escuchó sonriendo, mientras revisaba las llaves; y su mente se llenó de
imágenes e ideas en correspondencia con aquella música; niños camino de la
iglesia mientras resonaba el órgano; niños en el campo, unos bañándose en el
río otros vagabundeando por el prado o haciendo volar sus cometas por un cielo
cubierto de nubes empujadas por el viento; y después, al cambiar el ritmo de la
música, otra vez en la iglesia, con la somnolencia de los domingos de verano,
la voz aguda y un tanto afectada del párroco (que le hizo sonreír al
recordarla), las tumbas del período jacobino, y el texto de los Diez
Mandamientos grabado en el presbiterio con caracteres ya apenas visibles.
Y mientras estaba así sentado, distraído y ocupado al
mismo tiempo, algo le sobresaltó, haciéndole ponerse en pie. Tuvo una sensación
como de hielo, y luego un calor insoportable, le pareció que el corazón iba
estallarle dentro del pecho y finalmente se quedó inmóvil, temblando de horror.
Alguien subía la escalera con pasos lentos pero firmes; en seguida una mano se
posó sobre el picaporte, la cerradura emitió un suave chasquido y la puerta se
abrió.
El miedo tenía a Markheim atenazado. No sabía qué esperar:
si al muerto redivivo, a los enviados oficiales de la justicia humana, o a
algún testigo casual que, sin saberlo, estaba a punto de entregarlo a la horca.
Pero cuando el rostro que apareció en la abertura recorrió la habitación con la
vista, lo miró, hizo una inclinación de cabeza, sonrió como si reconociera en
él a un amigo, retrocedió de nuevo y cerró la puerta tras de sí, Markheim fue
incapaz de controlar su miedo y dejó escapar un grito ahogado. Al oírlo, el
visitante volvió a entrar.
—¿Me llamaba?—preguntó con gesto cordial; y con esto,
introdujo todo el cuerpo en la habitación y cerró de nuevo la puerta.
Markheim lo contempló con la mayor atención imaginable.
Quizá su vista tropezaba con algún obstáculo, porque la silueta del recién
llegado parecía modificarse y ondular como la de los ídolos de la tienda bajo
la luz vacilante de la vela; a veces le parecía reconocerlo; a veces le daba la
impresión de parecerse a él; y a cada momento, como un peso intolerable, crecía
en su pecho la convicción de que aquel ser no procedía ni de la tierra ni de
Dios.
Y sin embargo aquella criatura tenia un extraño aire de
persona corriente mientras miraba a Markheim sin dejar de sonreír; y después,
cuando añadió: «¿Está usted buscando el dinero, no es cierto?», lo hizo con un
tono cortés que nada tenía de extraordinario.
Markheim no contestó.
—Debo advertirle—continuó el otro—que la criada se ha
separado de su novio antes de lo habitual y que no tardará mucho en estar de
vuelta. Si Mr. Markheim fuera encontrado en esta casa, no necesito describirle
las consecuencias.
—¿Me conoce usted?—exclamó el asesino.
El visitante sonrió.
—Hace mucho que es usted uno de mis preferidos —dijo—; le
he venido observando durante todo este tiempo y he deseado ayudarle con
frecuencia.
—¿Quién es usted?—exclamó Markheim—: ¿el Demonio?
—Lo que yo pueda ser—replicó el otro—no afecta para nada
al servicio que me propongo prestarle.
—¡Sí que lo afecta! —exclamó Markheim—, ¡claro que sí!
¿Ser ayudado por usted? ¡No, nunca, no por usted! ¡Todavía no me conoce,
gracias a Dios, todavía no!
—Le conozco—replicó el visitante, con tono severo o más
bien firme—. Conozco hasta sus más íntimos pensamientos.
—¡Me conoce!—exclamó Markheim—. ¿Quién puede conocerme? Mi
vida no es más que una parodia y una calumnia contra mí mismo. He vivido para
contradecir mi naturaleza. Todos los hombres lo hacen; todos son mejores que
este disfraz que va creciendo y acaba asfixiándolos. La vida se los lleva a
todos a rastras, como si un grupo de malhechores se hubiera apoderado de ellos
y acallara sus gritos a la fuerza. Si no hubieran perdido el control..., si se
les pudiera ver la cara, serían completamente diferentes, ¡resplandecerían como
héroes y como santos! Yo soy peor que la mayoría; mi ser auténtico está más
oculto; mis razones sólo las conocemos Dios y yo. Pero, si tuviera tiempo,
podría mostrarme tal como soy.
—¿Ante mí?—preguntó el visitante.
—Sobre todo ante usted—replicó el asesino—. Le suponía
inteligente. Pensaba, puesto que existe, que resultaría capaz de leer los
corazones. Y, sin embargo, ¡se propone juzgarme por mis actos! Piense en ello;
¡mis actos! Nací y he vivido en una tierra de gigantes; gigantes que me
arrastran, cogido por las muñecas, desde que salí del vientre de mi madre: los
gigantes de las circunstancias. ¡Y usted va a juzgarme por mis actos! ¿No es
capaz de mirar en mi interior? ¿No comprende que el mal me resulta odioso? ¿No
ve usted cómo la conciencia escribe dentro de mi con caracteres muy precisos,
nunca borrados por sofismas caprichosos, pero sí frecuentemente desobedecidos?
¿No me reconoce usted como algo seguramente tan común como la misma humanidad:
el pecador que no quiere serlo?
—Se expresa usted con mucho sentimiento—fue la respuesta—,
pero todo eso no me concierne. Esas razones quedan fuera de mi competencia, y
no me interesan en absoluto los apremios por los que se ha visto usted
arrastrado; tan sólo que le han llevado en la dirección correcta. Pero el
tiempo pasa; la criada se retrasa mirando las gentes que pasan y los dibujos de
las carteleras, pero está cada vez más cerca; y recuerde, ¡es como si la horca
misma caminara hacia usted por las calles en este día de Navidad! ¿No debería
ayudarle, yo que lo sé todo? ¿No debería decirle dónde está el dinero?
—¿A qué precio?—preguntó Markheim.
—Le ofrezco este servicio como regalo de Navidad —contestó
el otro.
Markheim no pudo evitar la triste sonrisa de quien alcanza
una amarga victoria.
—No —dijo—; no quiero nada que venga de sus manos; si estuviera
muriéndome de sed, y fuera su mano quien acercara una jarra a mis labios,
tendría el valor de rechazarla. Puede que sea excesivamente crédulo, pero no
haré nada que me ligue voluntariamente al mal.
—No tengo nada en contra de un arrepentimiento en el lecho
de muerte—hizo notar el visitante.
—¡Porque no cree usted en su eficacia! exclamó Markheim.
—No diría yo eso—respondió el otro—; en realidad miro
estas cosas desde otra perspectiva, y cuando la vida llega a su fin, mi interés
decae. El hombre en cuestión ha vivido sirviéndome, extendiendo el odio
disfrazado de religión, o sembrando cizaña en los trigales, como hace usted, a
lo largo de una vida caracterizada por la debilidad frente a los deseos. Cuando
el fin se acerca, sólo puede hacerme un servicio más: arrepentirse, morir
sonriendo, aumentando así la confianza y la esperanza de los más tímidos entre
mis seguidores. No soy un amo demasiado severo. Haga la prueba. Acepte mi
ayuda. Disfrute de la vida como lo ha hecho hasta ahora; disfrute con mayor
amplitud, ponga los codos sobre la mesa; y cuando empiece a anochecer y se
cierren las cortinas, le digo, para su tranquilidad, que hasta le resultará
fácil llegar a un acuerdo con su conciencia y hacer las paces con Dios. Regreso
ahora mismo de estar junto al lecho de muerte de un hombre así, y la habitación
estaba llena de personas sinceramente apesadumbradas escuchando sus últimas
palabras: y cuando le he mirado a la cara, una cara que reaccionaba contra la
compasión con la dureza del pedernal, he encontrado en ella una sonrisa de
esperanza.
—Entonces, ¿me cree usted una criatura como ésas?
—preguntó Markheim—. ¿Cree usted que no tengo aspiraciones más generosas que
pecar y pecar y pecar, para, en el último instante, colarme de rondón en el
cielo? Mi corazón se rebela ante semejante idea. ¿Es ésa toda la experiencia
que tiene usted de la humanidad? ¿O es que, como me sorprende usted con las
manos en la masa, se imagina tanta bajeza? ¿O es que el asesinato es un crimen
tan impío que seca por completo la fuente misma del bien?
—El asesinato no constituye para mí una categoría
especial—replicó el otro—. Todos los pecados son asesinatos, igual que toda
vida es guerra. Veo a su raza como un grupo de marineros hambrientos sobre una
balsa, arrebatando las últimas migajas de las manos más necesitadas y
alimentándose cada uno de las vidas de los demás. Sigo los pecados más allá del
momento de su realización; descubro en todos que la última consecuencia es la
muerte; y desde mi punto de vista, la hermosa doncella que con tan encantadores
modales contraría a su madre con motivo de un baile, no está menos cubierta de
sangre humana que un asesino como usted. ¿He dicho que sigo los pecados?
También me interesan las virtudes; apenas se diferencian de ellos en el espesor
de un cabello: unos y otras son las guadañas que utiliza el ángel de la Muerte para recoger su
cosecha. El mal, para el cual yo vivo, no consiste en la acción sino en el
carácter. El hombre malvado me es caro; no así el acto malo, cuyos frutos, si
pudiéramos seguirlos suficientemente lejos, en su descenso por la catarata de
las edades, quizá se revelaran como más beneficiosos que los de las virtudes
más excepcionales. Y si yo me ofrezco a facilitar su huída, ello no se debe a
que haya usted asesinado a un anticuario, sino a que es usted Markheim.
—Voy a abrirle mi corazón—contestó Markheim—. Este crimen
en el que usted me ha sorprendido es el último. En mi camino hacia él he
aprendido muchas lecciones; el crimen mismo es una lección, una lección de gran
importancia. Hasta ahora me he rebelado por las cosas que no tenía; era un
esclavo amarrado a la pobreza, empujado y fustigado por ella. Existen virtudes
robustas capaces de resistir esas tentaciones; no era ése mi caso: yo tenía sed
de placeres. Pero hoy, mediante este crimen, obtengo riquezas y una
advertencia; la posibilidad y la firme decisión de ser yo mismo. Paso a ser en
todo una voluntad libre; empiezo a verme completamente cambiado; a considerar
estas manos agentes del bien y este corazón, una fuente de paz. Algo vuelve a
mí desde el pasado; algo que soñaba los domingos por la tarde con un fondo de
música de órgano; o que planeaba cuando derramaba lágrimas sobre libros llenos
de nobles ideas, cuando hablaba con mi madre, aún niño inocente. En eso estriba
el sentido de mi vida; he andado errante unos cuantos años, pero ahora veo una
vez más cuál es mi destino.
—Va usted a usar el dinero en la Bolsa , ¿no es cierto?
—observó el visitante—; y, si no estoy equivocado, ¿no a perdido usted allí
anteriormente varios miles?
—Sí—dijo Markheim—; pero esta vez se trata de una jugada
segura.
—También perderá esta vez—replicó, calmosamente, el
visitante.
—¡Me guardaré la mitad!—exclamó Markheim.
—También la perderá—dijo el otro.
La frente de Markheim empezó a llenarse de gotas de sudor.
—Bien; si es así, ¿qué importancia tiene? —exclamó—.
Digamos que lo pierdo todo, que me hundo otra vez en la pobreza, ¿será posible
que una parte de mí, la peor, continúe hasta el final pisoteando a la mejor? El
mal y el bien tienen fuerza dentro de mí, empujándome en las dos direcciones.
No quiero sólo una cosa, las quiero todas. Se me ocurren grandes hazañas,
renunciaciones, martirios; y aunque haya incurrido en un delito como el
asesinato, la compasión no es ajena a mis pensamientos. Siento piedad por los
pobres; ¿quién conoce mejor que yo sus tribulaciones? Los compadezco y los
ayudo; valoro el amor y me gusta reír alegremente; no hay nada bueno ni
verdadero sobre la tierra que yo no ame con todo el corazón. Y ¿han de ser mis
vicios quienes únicamente dirijan mi vida, mientras las virtudes carecen de
todo efecto, como si fueran trastos viejos? No ha de ser así; también el bien
es una fuente de actos.
Pero el visitante alzó un dedo.
—Durante los treinta y seis años que lleva usted vivo —dijo—,
durante los cuales su fortuna ha cambiado muchas veces y también su estado de
ánimo, le he visto caer cada vez más bajo. Hace quince años le hubiera asustado
la idea del robo. Hace tres años la palabra asesinato le hubiera acobardado.
¿Existe aún algún crimen, alguna crueldad o bajeza ante la que todavía
retroceda?... ¡Dentro de cinco años le sorprenderé haciéndolo! Su camino va
siempre hacia abajo; tan sólo la muerte podrá detenerlo.
—Es verdad—dijo Markheim con voz ronca—que en cierta
manera me he sometido al mal. Pero lo mismo les sucede a todos; los mismos
santos, por el simple hecho de vivir, se hacen menos delicados, acomodándose a
lo que les rodea.
—Voy a hacerle una pregunta muy simple—dijo el otro—, y de
acuerdo con su respuesta le haré saber cuál es su horóscopo moral. Ha ido usted
haciéndose más laxo en muchas cosas; posiblemente hace usted bien; y en
cualquier caso, lo mismo les sucede a los demás hombres. Pero, aunque reconozca
eso, ¿cree que en algún aspecto particular, por insignificante que sea, es
usted más exigente en su conducta, o cree más bien que se ha dejado ir en todo?
—¿En algún aspecto particular?—repitió Markheim, sumido en
angustiosa consideración—. No—añadió después, con desesperanza—, ¡en ninguno!
Me he ido dejando arrastrar en todo.
—Entonces—dijo el visitante—, confórmese con lo que es,
porque nunca cambiará; el papel que representa usted en esta obra ha sido ya
irrevocablemente escrito.
Markheim permaneció callado un buen rato, y de hecho fue
el visitante quien rompió primero el silencio.
—Siendo ésa la situación—dijo—, ¿debo mostrarle el dinero?
—¿Y la gracia?—exclamó Markheim.
—¿No lo ha intentado ya?—replicó el otro—. Hace dos o tres
años, ¿no le vi en una reunión evangelista, y no era su voz la que cantaba los
himnos con más fuerza?
—Es cierto—dijo Markheim—; y veo con claridad en qué
consiste mi deber. Le agradezco estas lecciones con toda mi alma; se me han
abierto los ojos y me veo por fin a mí mismo tal como soy.
En aquel momento, la nota aguda de la campanilla de la puerta
resonó por toda la casa; y el visitante, como si se tratara de una señal que
había estado esperando, cambió inmediatamente de actitud.
—¡La criada!—exclamó—. Ha regresado, como ya le había
advertido, y ahora tendrá usted que dar otro paso difícil. Su señor, debe usted
decirle, está enfermo, debe usted hacerla entrar, con expresión tranquila pero
más bien seria: nada de sonrisas, no exagere su papel, ¡y yo le prometo que
tendrá éxito! Una vez que la muchacha esté dentro, con la puerta cerrada la misma
destreza que le ha permitido librarse del anticuario, le servirá para eliminar
este último obstáculo en su camino. A partir de ese momento tendrá usted toda
la tarde, la noche entera, si fuera necesario, para apoderarse de los tesoros
de la casa y ponerse después a salvo. Se trata de algo que le beneficia aunque
se presente con la máscara del peligro. ¡Levántese! —exclamó—; ¡levántese,
amigo mío!; su vida está oscilando en la balanza: ¡levántese y actúe!
Markheim miró fijamente a su consejero.
—Si estoy condenado a hacer el mal—dijo—, todavía tengo
una salida hacia la libertad..., puedo dejar de obrar. Si mi vida es una cosa
nociva, puedo sacrificarla. Aunque me halle, como usted bien dice, a merced de
la más pequeña tentación, todavía puedo, con un gesto decidido, ponerme fuera
del alcance de todas. Mi amor al bien está condenado a la esterilidad; quizá
sea así, de acuerdo. Pero todavía me queda el odio al mal; y de él, para
decepción suya, verá cómo soy capaz de sacar energía y valor.
Los rasgos del visitante empezaron a sufrir una
extraordinaria transformación; todo su rostro se iluminó y dulcificó con una
suave expresión de triunfo, y, al mismo tiempo, sus facciones fueron
palideciendo y desvaneciéndose. Pero Markheim no se detuvo a contemplar o a
entender aquella transformación. Abrió la puerta y bajó las escaleras muy
despacio, recapacitando consigo mismo. Su pasado fue desfilando ante él; lo fue
viendo tal como era, desagradable y penoso como un mal sueño, tan desprovisto
de sentido como un homicidio accidental... el escenario de una derrota. La
vida, tal como estaba volviendo a verla, no le tentaba ya; pero en la orilla
más lejana era capaz de distinguir un refugio tranquilo para su embarcación. Se
detuvo en el pasillo y miró dentro de la tienda, donde la vela ardía aún junto
al cadáver. Todo se había quedado extrañamente silencioso. Allí parado, empezó
a pensar en el anticuario. Y una vez más la campanilla de la puerta estalló en
impaciente clamor.
Markheim se enfrentó a la criada en el umbral de la puerta
con algo que casi parecía una sonrisa.
—Será mejor que avise a la policía—dijo—: he matado a su
señor.
Bournemouth, 1884.
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